13/03/2022
 Actualizado a 13/03/2022
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Nos faltaba la nieve para que la estampa del frío se convirtiese en gélida. Nos faltaban humanos, como conejillos en un laberinto, buscando la salida en ‘pasillos humanitarios’ con la flecha apuntando hacia la vida, minados de muerte, y la puerta que anunciaba esperanza –segunda a la derecha, les dirían–, desembocando en Rusia. Nos faltaba ver una maternidad bombardeada, a niños y embarazadas sacados en volandas del espanto. A europeos del siglo XXI comiendo nieve para tener agua y cocinando en fogatas en la calle. Nos faltaba ver en directo, a pie de obra, cómo se apilan los cadáveres en una fosa común, para que la realidad deje de parecer apocalíptica, y admitamos que lo es. Le han faltado días a la semana para abarcarlo todo y a nosotros, para asimilarlo. Los acontecimientos nos están devorando de tal forma que uno presiente ya lejanos, en tiempo y espacio, aquellos peluches huidos, estando a tan sólo una semana de distancia. Suponiéndolos lejos y resguardados, ahora que no nos oyen, ya no apetece ni es necesario mecer las cosas entre eufemismos, ese método inventado para enmascarar las cosas y encubrir farsas. Ya no caben más escombros, más masacre y destrucción, más sinrazón y locura, más dolor y muerte, en siete días. La mascarada está al descubierto.

Era todo mentira. Teníamos una bomba en el huerto, pero el abuelo, que lo sabe todo por viejo porque de diablo tiene poco, se ocupó de suavizar la cosa para no preocuparnos. El corpachón de padre garantiza que donde él esté, no puede pasarnos nada. Y el regazo de madre… ése garantiza la paz de cualquier mundo. Niños mimados y acomodados, capaces de atravesar una pandemia entre arcoíris y cánticos, con miles y miles de muertos escondidos en la bodega, no fuera a traumatizarnos la realidad. Avergüenza recordarlo.

Y allá fuera, lo mismo. Todo estaba controlado con pactos internacionales que lo garantizan todo. Las guerras son cosa de otros, que no nos afectan. Nuestra Europa era un edén al que no llegan porque somos más guapos, altos y con los ojos más azules que ellos. Miles de siglas nos protegen, que si acaban en ‘M’ de Mundial, infunden tanta seguridad y tienen tanto fuste, que no hay peligro posible. Todo eran falacias. Ellos hablaban de intereses geopolíticos y macroeconomía. Si se hubiesen mirado a los ojos una sola vez, habrían detectado que un loco andaba suelto por la casa con un bidón de gasolina y yesca en las manos. El Sanedrín está amordazado y maniatado por un demente que les tiene en jaque.

Ya sabemos para qué sirven las siglas. Para marcar líneas invisibles en las que una simple zancada separa el derecho a que te salven la vida o te dejen morir públicamente. Eso sí, con envíos de piedras para recargar hondas y asustar a Goliat, mientras ellos juegan al Scrabble y hacen sopa de letras con sus siglas, sin saber cómo colocar las fichas para que el bicho no se revuelva y todo salte por los aires. Ahora ya sabemos que, tras tanta parafernalia, un solo hombre puede secuestrar al mundo, pero un mundo no puede frenar a un loco. Ellos conocían las humedades que hacían peligrar los cimientos de la casa y obviaron sus barbaries porque no lindaban con sus tabiques y sus torres de marfil no corrían peligro de derrumbe. Los escombros caen sobre los de abajo.

Era todo artificio. El capitalismo y el ansia de poder reventaron las gomas que sujetaban las caretas. El abuelo no era tan sabio. Padre no era tan valiente ni el regazo de madre, tan seguro. El techo tenía goteras y había humedades en los sótanos. El cielo europeo escupe fuego y las víctimas buscan la salida, mientras una mujer dice: «Que nos cierren el cielo o nos abran la tierra». Cómo decirle que el cielo debe llevar tiempo cerrado y lo que está abierto, son las compuertas del infierno. Pobre gente. Cómo será el deshielo cuando la primavera regrese para ellos, con una guerra adentro, para siempre.

Mientras nosotros, acodados en la ventana que da al Este, miramos la lluvia de bombas, camuflada en el fragor de esa tormenta, otra bomba nos cayó encima. Ésta no cayó en el huerto, aterrizó dentro, en el sótano de CYL. No aullaron sirenas alertando del peligro. Fue una simple voz balbuceando algo sobre ‘inmigración ordenada’, ‘adoctrinamiento en los colegios’ y ‘violencia intrafamiliar’. Sacaremos las botas de agua y el paraguas porque esta nube amenaza aguacero. De nuevo, la mascarada y esas humedades que suelen extenderse como la pólvora, quedan al descubierto. Que consten en acta los responsables de abrir la espita que Europa lleva años cerrando, por si tienen que rendir cuentas algún día, por anteponer su interés particular y ambición política a la estabilidad de un pueblo. Esperemos que no empiecen a temblar los cimientos de nuestra casa. Sería vergonzoso pedir que nos cierren el cielo o nos abran la tierra, durmiendo bajo el mismo techo. Cualquier abuelo podría explicárselo.

Por necesidad imperiosa, acabo con algo amable: Enhorabuena a este periódico por sus tres mil días de vida. Un honor, estar.
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