Al corro, Tomás Domínguez, de Puebla de Lillo

Por Julio Llamazares

Julio Llamazares
16/04/2023
 Actualizado a 16/04/2023
Tomás Domínguez Berciano en el corro de Puebla de Lillo de 2019, en el que se le rindió homenaje. | MAURICIO PEÑA
Tomás Domínguez Berciano en el corro de Puebla de Lillo de 2019, en el que se le rindió homenaje. | MAURICIO PEÑA
Esta frase se escuchó muchas veces en los corros de lucha leonesa de los años 70 y 80, una época en la que Tomás Domínguez Bercianos, camiseta amarilla y pantalón azul sin publicidad, dominó nuestro deporte autóctono en noble y deportiva competencia con otros luchadores también grandes como él: Juanito Hidalgo, de Santa Olaja de Eslonza, Bernardo Álvarez, de Villarmún, Ramiro Alonso, de Viego… Fue una época dorada de la lucha leonesa, cuando el seudoprofesionalismo y las luchas internas federativas aún no habían hecho aparición en ella y el espíritu amateur regía una competición en la que los luchadores participaban por afición más que por la recompensa económica que pudieran obtener en caso de triunfo. Era el caso de Tomás Domínguez, al que la lejanía de Puebla de Lillo obligaba a largos desplazamientos, por lo que no siempre acudía a los corros pese a ser siempre uno de los principales candidatos a la victoria.

Tomás era un deportista noble, respetuoso con sus rivales (no se le recuerda un mal gesto) y que tanto en la victoria como en la derrota se comportó siempre con gran elegancia, tanta que nadie hablará mal de él, ni siquiera quienes sufrieron sus puños de acero, puños de ganadero de generaciones de montañeses segando a guadaña y metiendo a puro brazo la hierba en la tenada o subiendo los jatos al camión sin más ayuda que la de sus pulmones. Unos pulmones que - ¡quién se lo iba a decir a él! – le fallaron pronto y lastraron su vida y su cuerpo de atleta obligándole a pasar muchas horas al día conectado a una máquina de oxígeno y a dejar de trabajar cuando todavía era joven. Su imagen sentado en el escaño de su casa, frente por frente del bar Madrid de Lillo, mítico para los esquiadores, con sus zapatillas de paño de andar por casa y su rostro amoratado por la insuficiencia respiratoria que tan poco honor hacía al de aquel joven saludable y fuerte que dominaba los corros y a sus rivales con su sola presencia me acompañará ya siempre, pues así lo vi las últimas veces que lo visité, que fueron menos de las que debería. La vida, ya se sabe, nos trae y nos lleva de un sitio a otro y nos aleja de quienes menos debería hacerlo.

Guardo otra imagen de Tomás que me acompañará también de por vida y que le identifica como lo que fue: un hombre íntegro y fiel a sus ideas. Comunista convencido, algo extraño en un mundo como el de la lucha leonesa, donde el conservadurismo manda, al igual que en el de la ganadería, Tomás tuvo un gesto que pasó desapercibido para mucha gente, pero para mí no, una noche de lucha en la Plaza Mayor de León. Organizado por el inefable Yuma, en aquel tiempo dueño del Mesón Caño Vadillo (hablo del año 1979), se celebró un gran corro de lucha nocturno al que acudieron luchadores de toda la provincia, incluidos algunos ya retirados, al reclamo de los suculentos premios que se ofrecían a los ganadores. La velada duró varias horas, tantos eran los luchadores apuntados, pero al final el que quedó de pie sobre el ring de lucha preparado en mitad de la Plaza Mayor fue él, Tomás Domínguez Bercianos, de Puebla de Lillo, exhausto después de luchar tantas horas. Y allí, mientras más de mil personas lo aclamaban, el luchador levantó su puño hacia el cielo en un gesto que muy pocos entendimos, pues la mayoría lo interpretó como la celebración de su triunfo. En ese gesto estaba resumida la vida de la familia de Tomás y la suya propia, pertenecientes a una raza y a una estirpe, la de los perdedores de la guerra y la de los luchadores de verdad, que el viernes despidió a uno de sus representantes más nobles, como la lucha leonesa y como sus amigos. Descanse en paz allí donde estéTomás Domínguez Bercianos, de Puebla de Lillo, el luchador al que sólo la vida le doblegó.
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