02/12/2021
 Actualizado a 02/12/2021
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Cuando escucho a los políticos pienso en los sufridos militantes. Les veo recibir impasibles las bofetadas de incoherencias, mentiras y rectificaciones sin siquiera mover una ceja. Encajan con la misma habilidad el cuadro idílico que pintan sus líderes cuando gobiernan y el mundo apocalíptico que desdibujan desde la oposición. El afiliado no debe tener pudor ni vergüenza, tan solo mantener un estoicismo asintomático digno de reconocimiento. A cada golpe de realidad ellos ponen la otra mejilla porque en estos tiempos desconcertantes militar en un partido político es convertirse sin circuncisión ni bautismo. «Yo era ateo…» a lo C. Tangana.

Pensaba en los impasibles militantes esta semana cuando escuchaba a Luis Tudanca tras la primera reunión de su nueva ejecutiva socialista. Y el día después, mientras Alfonso Fernández Mañueco presentaba a la junta directiva del PP su proyecto para ser reelegido presidente. Ambos invitaban a los suyos a la fe, a aquella misma necesidad de creer por la que era incapaz de convencer de la inexistencia de Dios a los creyentes el astrónomo Carl Sagan. «Creo en el PP, en Castilla y León, en los servicios sociales, en el mundo rural y en la unidad de España» recitó Mañueco imponiendo un credo popular a rezar a partir de ahora cada mañana. Un discurso litúrgico en el que también pidió multiplicarse para explicar el PP como si volvieran a aporrear cada puerta con biblias los mormones.

Los partidos políticos son bodas de Caná donde todos esperan que siempre haya vino en el banquete. Esa es la virtud del militante. Una confianza ciega no solo en lo imposible, si no incluso en lo improbable que les prohíbe la hemeroteca. Suena con fuerza el río ensordecedor del adelanto electoral y envidio al afiliado impávido. Escuchará con fervor las promesas condenadas y aplaudirá ilusionado los insultos reincidentes. Yo que soy un descreído, envidio al militante que corea el «…pero ahora creo» en cualquier catedral de Toledo.
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