22/08/2022
 Actualizado a 22/08/2022
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Pasado San Roque, colea San Bartolo y el final del verano se abalanza sobre el incauto convencido por los días infinitos. En los atardeceres de estas fechas se nota ya la pendiente del segundo puerto del año, el de septiembre, más taimado que el de enero, pero más cruel. Los días se van apagando, aunque algunos nos resistamos y queramos alargar las tardes hasta San Froilán o, mejor aún, hasta el Pilar. Una resistencia para la que este año no hay tantos motivos.

Marcaba el calendario que tocaba sequía y se ha cumplido, acompañada de los incendios que favorece una pluviometría extrema durante todo el año hidrológico, que por algo va de octubre a octubre. Unos cuantos sabios sin título me lo habían advertido. Y ahora me tienen en vilo porque anuncian que el próximo invierno será de los duros y al otoño siguiente, ya en 2024, volveremos a ver el agua correr a espuertas, por fuera de los cauces, hasta donde dé en parar, como corría en el otoño de 2019. En ocasiones anteriores han acertado, aunque la nevadona de 2015 se les retrasó dos años, porque la esperaban para 2013, después de otro verano de sequía. Luego vino aquel estío desértico de 2017.

Sonpredicciones sin demasiada base científica, pero yo tengo la esperanza de que se cumplan, a poder ser con la misma intensidad o similar a las pasadas, lo que será síntoma de que los cambios no se van acelerando tanto, de la mala memoria meteorológica general del ser humano y de que me puedo seguir fiando del oráculo del Porma.

En la otra punta de la provincia, el alcalde de Luyego, Luis Martínez Rodríguez, señala lo que no se ha aprendido del incendio que hace diez años, también un año de sequía, conmocionó a toda la provincia. Un año después de la catástrofe, el máximo responsable de Medio Ambiente visitaba la zona y hacía bromas a los fotógrafos con el agua de un pilón. No es de extrañar, sus ciclos son de cuatro años y lo que esperan que caiga no es agua ni fuego.
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