20/08/2017
 Actualizado a 15/09/2019
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Entre los espacios de uso corriente en la vida actual, pocos resultan tan infernales como los aeropuertos y el entorno de la aviación comercial. La noción de ciudadanía, de cliente o de consumidor, según se considere, cae en estado de excepción cuando uno se adentra en esos mundos y hasta el concepto de derecho humano es puesto entre paréntesis más de lo que puede ser digerible. Sin embargo, lo soportamos todo con estoicismo o todo se permite graciosamente desde los entes que debieran velar para que así no fuera. Todo menos una huelga, que parece ser la mayor afrenta conocida.

Es decir, aceptamos que se nos obligue a pelear por un billete, a la caza de ofertas intempestivas no siempre verificadas al final, y que nos penalicen por su anulación. Nos sometemos a todo tipo de vejaciones invocando la seguridad ante la sospecha de ser todos unos terroristas potenciales. No nos importa pasarnos media vida en el aeropuerto puesto que así lo manda el protocolo o que casi se nos obligue a comprar un chocolate belga, lo que jamás se nos hubiera ocurrido en otro lugar, para llevarle un detalle de última hora a la familia. Nos cabreamos como mucho, y tal vez blasfemamos ligeramente, si hay retrasos o cancelaciones, demasiado habituales por otra parte. Asumimos con resignación que nos acomoden (es un decir) en asientos estrechos o que nos tomen el pelo con bandejitas y presentes caros y ñoños. Aparentamos comprender, como si fuésemos angloparlantes de toda la vida, que haya overbooking, que tengamos que hacer check in y que nos propongan un body scan, pasear por el finger o sufrir el jet-lag. Finalmente, incluso podemos perder las maletas.

Pero lo que ya no puede ser es que unos trabajadores humillados se pongan en huelga, hasta ahí podríamos llegar… En esos casos los usuarios, por lo general también trabajadores humillados, se rebelan, desesperan y vociferan; la Guardia Civil o lo que sea se moviliza; y el Gobierno procede a una reunión extraordinaria del gabinete en plena vacación.
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