21/02/2017
 Actualizado a 13/09/2019
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La semana pasada en un conocido diario gallego salía la noticia de la acusación a un «supuesto culpable de delitos de abusos sexuales a menores», entre otros a su propia hija, cuyo proceso ya ha sido iniciado. En el mencionado artículo se daban las iniciales del supuesto pederasta, que son las que dan título a esta columna. En este mismo periódico y ese mismo día se ofrecía una amplia información sobre la acusación a un sacerdote por abusos que supuestamente habrían sido cometidos hace cuarenta años y sin que de momento hayasido iniciado un proceso ni por supuesto haya ninguna sentencia condenatoria, con todo lujo de detalles sobre su biografía, dando sus nombres y apellidos junto con fotografías de dicho párroco. Y uno se pregunta por qué esta diferencia de tratamiento. Si, además, en un hipotético juicio es declarado inocente, ¿quién podrá reparar el daño causado?

En cierta ocasión un alto responsable de un medio de comunicación difundió una noticia que dejaba en bastante mal lugar a otro sacerdote. Y alguien le dijo que no era necesario darle tanta publicidad, aunque fuera verdad. A lo que él respondió que, si era verdad, no había por qué callarlo, porque existe el derecho a la información. Entonces esa persona le dijo al periodista, a quien conocía bastante bien: ¿Piensas que todo lo que es verdad debe airearse? Pues entonces ¿por qué no se hace pública tu infidelidad conyugal con una compañera para que al menos se entere tu esposa, que también tiene derecho a la información? Se quedó cortado y sin palabras.

No se trata de ahora de justificar ninguna conducta inapropiada, pero toda persona, aun la más desastrosa, además de la presunción de inocencia, tiene derecho a la honra. Con razón la moral distingue entre calumnia y difamación. La primera supone inventar cosas que son mentira, la segunda divulgar sin necesidad los defectos del prójimo.

Pero supongamos que alguien llega a declararse a sí mismo culpable de algo malo que ha hecho, y que desde hace muchos años no solo se ha arrepentido sinceramente, sino que jamás ha vuelto a reincidir y tiene una conducta ejemplar. ¿Es necesario destruir ahora su vida? ¿Acaso es lo mismo justicia que venganza? Ya hace muchos siglos escribió San Pablo aquello de la «hacer la verdad en la caridad». No se trata de defender el encubrimiento del mal, ni de disculpar conductas inmorales e indecentes, ni tampoco de dejar de hacer justicia con las víctimas, sino de evitar el linchamiento innecesario de las personas.
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