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Adolfo Gutiérrez Viejo

01/07/2019
 Actualizado a 19/09/2019
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Era de la estirpe de los «desertores del arado», aquellos que, desde el campo, huyendo de la maldición del «aquí ya sabéis lo que hay» (que era dogma de fe para los padres), «fueron al seminario, o a los frailes» De esa estirpe era Adolfo, el organista, oriundo de Lugán, hijo de campesinos que desconocían que la música también se escribía y no solo se cantaba.

Pero a Adolfo, como a tantos de nosotros, la vocación se le vino abajo y dejó los hábitos. Siguió la llamada de la música, para la cual estaba realmente dotado. En una entrevista que le hicimos para la revista Picogallo, a lo largo de toda una jornada, nos fue desgranando su vida como quien pasa las cuentas de un rosario, y dos episodios sobresalían como picachos: su relación, tormentosa, con el obispo Almarcha; y su llegada a Roma para estudiar órgano con el maestro renombrado. El primero le fue poniendo todas las maderas que pudo en las ruedas para su salida a la vida civil desde el sacerdocio que profesaba; y el segundo, después de escucharle tocar una rato, le miro de arriba abajo y le dijo: Tenemos que comenzar «da capo». Y, Adolfo, que era ya entonces uno de los mejores concertistas de España, se retiró a sus aposentos y estuvo toda la noche llorando. Le habían enseñado mal la parte técnica en el Conservatorio madrileño y eso le impedía progresar y dar el salto necesario hacia la perfección para interpretar a los grandes. Y al día siguiente, allí estaba Adolfo, dispuesto a continuar otros cinco cursos de aprendizaje.

De su paso por León, donde encontró el amor de una mujer excepcional con la que tuvo un hijo extraordinario, le quedaba una larga ristra de amigos entrañables. Pero su paso por Alemania le hizo ver que era allí donde su arte era más grande. El último concierto que este cronista presenció fue aquel de la inauguración del nuevo órgano catedralicio cuando los canónigos, a los que él llamaba «talibanes», le recortaron su ensayo a la mitad de lo que necesitaba. Pero no es este el momento ni el lugar para historias desagradables, sino para dar a conocer a las generaciones el coraje de un campesino de Lugán, un desertor del arado, para adentrarse en el mundo de la interpretación de música para órgano, una de las facetas más difíciles del arte que se le pueden encomendar a un ser humano.

Al cronista le cupo una vez el honor de asistirle en un concierto, en Morales del Vino, tirando de los «registros» del órgano, durante la interpretación de unos Pasacaglia.
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