19/03/2023
 Actualizado a 19/03/2023
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Me di cuenta del acento una noche de San Juan. Los chicos mayores hablaban forzándolo. «Es como poco pijo», dijo uno de otro, marcando la música bien fuerte. Luego pegué la oreja y reconocí la melodía entre las hogueras. Al principio pensaba que era la manera de hablar de los macarras, así que el niño intentó hacerse el adulto copiándolo un poquín, pero tampoco demasiado, no fuera a ser que el son lo acabase transformando en uno de verdad. Pasó el tiempo, salí de la tierra y entonces ya me di cuenta de que aquí también teníamos eso que llaman acento. Con un pie fuera, aprendí a identificarlo, a analizarlo, a buscarlo.

En ‘Contra la pared’, la película de Fatih Akin, le preguntaban al protagonista, un turcoalemán, qué hizo con su acento. «Lo tiré», decía para justificar por qué su hablar germánico no tenía ecos otomanos. A mí se me cayó: cuando me quise dar cuenta el tiempo me lo había limpiado, como la tierra pegada a la roca de un río. De vez en cuando intento forzarlo, como aquellos chavales de la noche de San Juan, para demostrar que todavía hay algo en mi voz que me une al lugar donde me crie. Meto palabras con calzador, aprieto los diminutivos en ‘ín’ en el último momento, invito al cerebro a que dé una cabriola para que el discurso suene más leonés.

Por eso es una maravilla ver a Carmelo Gómez hacer hablar al Pacífico de ‘Las guerras de nuestros antepasados’ como un paisano de Joara, de Corbillos o de Carrizo. Hay muchas voces en su interpretación del clásico de Miguel Delibes que ha puesto sobre las tablas, pero todas son de aquí. Y maravilla que su versión, junto a Miguel Hermoso y dirigida por Claudio Tolcachir, sea un éxito de público en Madrid y en el resto de las ciudades por donde ha girado. En el estreno me tiré todo el rato reprimiendo las ganas de freír a codazos a los que tenía al lado para decirles: «Mi Pa dice eso exactamente igual, con el mismo tono».

Pensé también en que esto debería verse aquí. No sólo por contemplar al actor más ‘mundial’ que tenemos hablar como se hablaría en ese mismo momento fuera del teatro. Sobre todo, porque llega un momento en que te olvidas del acento, y el relato de Pacífico te obliga a terminar la obra en tu imaginación, recreando cómo serían las ruinas del pueblo abandonado donde se ama con la Candi. O pensar cómo le agarraba de la pechera el abuelo. O reconstruir las batallas a pedradas con los del pueblo vecino. Y terminar dándole vueltas a la obstinación de este mundo para triturar a las personas buenas que viven en él.
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