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Abusos a mayores

16/02/2020
 Actualizado a 16/02/2020
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Mi tía abuela me quiere tanto que, de la barra de pan, me da siempre los dos curruscos. Yo ya me consideraría lo suficientemente mimado con que me reservara uno, pero ella me da los dos porque me ha malcriado desde que era un bebé y así va a seguir haciéndolo. Mi tía abuela tiene nombre francés porque a mi bisabuela le gustaban las radionovelas, pero es de León. Y por el nombre, porque va mucho a misa y porque es soltera, algunos creen que es monja. Sabré que el cielo existe sólo si hay un sitio para ella. Tiene casi 90 años pero una vitalidad envidiable, hasta el punto de que a veces pienso que, cuando hace algunos años le pusieron un marcapasos, se lo dejaron con el ralentí un poco más alto de la cuenta. Como a mí, ha malcriado a varias generaciones de sobrinos, que la adoramos, dejándonos poner los pies encima de la mesa, llegar un poco más tarde a casa cuando nos ponían hora y haciéndonos a cada uno nuestra comida favorita cuando se la pedimos. Por ser soltera, además de tía, le ha tocado hacer de madre, de abuela, de hermana y de amiga. Tiene muy buena mano para las plantas y para los huevos fritos, poca paciencia y ninguna diplomacia.

Hace poco se presentó en su casa uno de esos comerciales que tanto abundan en esta provincia en la que el empleo de calidad brilla por su ausencia, lo que genera un ejército de buscavidas que rozan casi siempre la legalidad, a veces por un lado y a veces por el otro. Es decir: esta historia la protagonizan comerciales y ancianos, los dos grandes sectores de población que quedan aquí. Primero fue una mujer y luego fue un hombre. «Muy majos», dice aún mi tía. Sabían dónde vive y sabían que vive sola. Le vendieron las bondades de una jarra de agua milagrosa. Me puedo imaginar perfectamente la conversación, con la televisión a todo volumen, los vendedores asegurando que se trata de un producto de primera calidad y de una oferta única que está a punto de acabar y mi tía asintiendo sin entender nada de lo que le contaban. Como es tan buena, y como era antes de Navidad y acababa de llenar la despensa preparando las visitas de los sobrinos, hasta es posible que les ofreciera un café o una pasta.

Cuando llegué a su casa a por mis dos curruscos, me encontré un aparato descomunal que ocupaba media cocina y que por supuesto mi tía abuela no había sabido poner en funcionamiento. Ni ella, que hace unos años aprendió incluso a manejar un DVD para poder ponerles películas a sus sobrinos más pequeños, ni yo fuimos capaces de hacer que la jarra milagrosa obrara su milagro. Tiene aspecto de nave espacial y convierte la casa en una discoteca con sus luces de colorines. Tampoco había entendido, claro está, las sangrantes condiciones del papel que le hicieron firmar y por el que tenía que pagar a una empresa de auténticos piratas la pensión de dos meses por la jarra en cuestión.

Contactados los «majos» comerciales, primero no responden hasta que pasa el plazo para devolver el aparato en cuestión, luego dan rodeos y después dicen que no pueden hacer nada porque el asunto está ya en manos de una financiera de un conocido banco santanderino que pasará mensualmente los recibos y, si no se pagan, cortará la luz a mi tía si es necesario. Coincide que estoy ciertamente radicalizado porque llevo una semanas escuchando en bucle el nuevo disco de Los Chikos del Maíz, que escriben, entre otras perlas, letras como «Patricia Botín, no des la chapa, en el Ibex 35 no faltan mujeres, faltan bombas lapa». Así que, dolido por la vergüenza que le da a mi tía abuela sentirse estafada más que por el dinero, escribo para pedir a los ancianos leoneses, sector en plena expansión, que tengan cuidado al abrir la puerta a personajes sin escrúpulos dispuestos a abusar de ellos como otros hacen con los menores sin que la administración, hoy por hoy, haga nada por ponerles freno. A los que se presentaron en casa de mi tía abuela, y a los emisarios de la dueña del banco santanderino que participa de la estafa, denunciados ya ante todas las instancias pertinentes, les dedico también mis mejores deseos.
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