02/05/2021
 Actualizado a 02/05/2021
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Acaba de ser madre recientemente y me dice que, cada vez que entra con el bebé en el centro de salud, todos los ancianos murmuran y se la quedan mirando con simpatía. En este país envejecido, la aparición de un rorro empieza a ser un milagro. Me la imagino acariciando la cabeza del pequeño, mientras me acerco a recoger al hospital a mi madre: le permiten estar unas horas con mi padre, porque en cierto modo también se ha convertido en un niño. Me enseña videos que le ha mandado Sara paseando con el carrito por Madrid y sonrío pensando en el vínculo que conservan las dos, nieta y abuela, compartiendo confidencias que solo les pertenecen a ellas. Doy por hecho que se revelan secretos a los que nunca accederé y, más aún, inclinaciones y proyectos de los que jamás oí hablar. Ese misterio y esa complicidad me abruman un poco. Como padre y como hijo me veo en medio de un espacio neutral, un poco en tierra de nadie, contemplando de lejos dos orillas que se alejan indefectiblemente: el bosque de la juventud que crece hacia el horizonte; un lago de olas serenas que se retira sin que pueda alcanzarlo. Supongo que es el papel que me corresponde y que define ese aire errabundo que en el fondo exhibimos los hombres: enfrascados en cosas aparentemente cruciales y que, sin embargo, no significan nada. Lejos de las epifanías que iluminan realmente la vida: el júbilo de la maternidad, la paciencia, el fervor de quien se mantiene en pie. Los hombres con las manos en los bolsillos o los mandos, girando sobre nuestros talones, haciendo piruetas en tronos patéticos. Por la noche hablo con las dos, al otro lado de la pantalla veo a dos mujeres fuertes, compartiendo un fulgor jovial en la mirada. Me da la sensación de que ambas, pese a los años que las separan, me miran con la misma ironía dulce. Abro la ventana porque oigo llegar a mi chica y en el parque que clarea entre las acacias veo pasar a otras madres, dejando a su espalda la luz vibrante de mayo. En las pelis del oeste y de género negro, el único momento en que los rufianes y los asesinos cobraban algo de humanidad, era al evocar a sus madres. Las madres que llegaban agotadas y que, antes incluso de despojarse de los zapatos, te acariciaban el pelo y tarareaban una canción.

Pensar que ellas nos llevaron en su vientre y luego nos vieron crecer.
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