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Abril, hermoso y cruel

05/04/2021
 Actualizado a 05/04/2021
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Abril es la promesa de la primavera, por más que, como decía T.S. Eliot, y solemos repetir machaconamente, se trata del mes más cruel. Ya saben la razón: es el tiempo en el que la naturaleza toma nuevos bríos, se retuerce bajo la superficie, las semillas medran y trepan a la luz. La naturaleza se abre a la vida con cierto dolor de madre, incluso aprovechando algún giro de la rueda fortuna, como tal vez surgió nuestra existencia. ¿Somos consecuencia de un azar? ¿De una conjunción de elementos que no se dio en ninguna parte?

No les diré que pronto lo sabremos. Más bien, no parece que vaya a ser así. Aunque haya vuelto la pasión por los viajes espaciales, con la indudable lucha mediática y patriótica de algunas potencias (qué hastío producen estas cosas), no hay nada que logre demostrar que hay vida en otros lugares, a la espera de las señales marcianas, que ahora llegan regularmente. Y si la hubo, tal vez se haya evaporado. Nuestra soledad es preocupante, pero me temo que estamos acostumbrados.

Abril es, pues, un mes de esperanza, y una promesa de luz de primavera, algo que necesitamos más que nunca. Ya sé que muchos no alcanzan a ver la posibilidad de una mejora, dadas las circunstancias. No les falta razón. Empieza a hablarse (¡ya era hora!) de la fatiga pandémica. Hay un hartazgo al que sólo algunos políticos han hecho mención: el daño psicológico, el daño mental. El agotamiento. El agobio de lo cotidiano. Y, desde luego, no es cuestión baladí.

Pero ya se sabe que el ciudadano ha de soportarlo todo. Ha de tener resistencia infinita, ha de comportarse como un héroe. Las demandas de los políticos a los ciudadanos son continuas, incesantes: supongo que confían en que tenemos una energía inagotable. Y a fe que debe ser así, si consideramos lo que el presente ofrece y la paciencia infinita de la gran mayoría.

La vida se ha restringido de forma absoluta, por razones de salud, en efecto, pero, poco a poco, todo se ha hecho más oscuro. La atmósfera de un autoritarismo galopante no deja de crecer. Sea por la pandemia o por otras circunstancias, hay serias dudas de que la vida vuelva a ser como era. La sociedad parece sometida a más doctrinas, a más dogmas, a más verdades que debemos creer, por supuesto sin rechistar. Imperan modas mediáticas de todo pelaje y condición, un globalismo que muchos creen indiscutible (gurús, ‘influencers’, creadores de eslóganes y propaganda), no parece que el pensamiento crítico tenga muchas posibilidades de triunfar.

Todo ofrece un aspecto preocupante. La gran confusión del presente nos mantiene atrapados. Nadamos en un puré de cifras y de normas (esa pasión por los reglamentos, ya saben), la actualidad es un río caudaloso que arrastra miles de datos, estadísticas a todo pasto, y reglas que hoy pueden ser de una manera y mañana de otra. Por supuesto que la situación es excepcional y difícil. Nadie lo pone en duda. Pero la resistencia de los ciudadanos, la capacidad de asimilar tantos vaivenes, tantas idas y venidas, no es infinita.

Seguramente es hora de tener en cuenta la vida doméstica de la gente, la vida cotidiana. Las historias particulares. No todo puede hacerse a base de estadísticas, algoritmos y ‘big data’, que es como pretenden gobernarnos en el futuro inmediato. No puede perderse la dimensión humana. La vida es un universo de detalles y matices, no el resultado de simplificaciones. Las verdades vienen de la reflexión, del pensamiento crítico, no de la aceptación de dogmas y doctrinas concebidas en las oficinas del gurú del ramo.

Ahí tienen, por ejemplo, el asunto de las vacunas. Más allá de que ahí también se hayan dado guerras políticas y comerciales (parecen inevitables, en este mundo que todo lo basa en la estúpida confrontación), una vez más los ciudadanos se han visto sometidos a todo tipo de vaivenes, a una cierta confusión en el proceso, y, por supuesto, siempre desde el conocimiento limitado de lo que estaba ocurriendo. ¿Por qué?

La mayoría no somos negacionistas, o eso me parece, y creemos a pies juntillas en la ciencia que, desde luego, es lo único que puede salvarnos. Pero desde hace semanas, arrecian más las críticas por la demora en las inoculaciones, por la diversidad de las estrategias de vacunación, que por la falta de una información más profunda y detallada de los supuestos efectos secundarios de cierta gravedad, si los hubiere (y parece que, en algunos casos, los ha habido). Como todo en el mundo actual, parece que de nuevo sólo importan sólo las cifras, los porcentajes, la aceleración a toda costa. No: todo es importante. Todo debe ser tenido en cuenta.

Amós García, presidente de la Asociación Española de Vacunología, dijo a ‘El País’ que la Unión Europea debería tener los mismos criterios con respecto a vacunas como la de AstraZeneca. Se refería, claro está, a las distintas reacciones de los gobiernos, y de los países, con respecto a los supuestos efectos secundarios reportados. Considerando que todos somos, no sólo europeos, sino, fundamentalmente, seres humanos, y, por tanto, susceptibles de recibir los mismos beneficios y, en su caso, los mismos efectos no tan deseables, si es que los hay, la política farmacológica debería ser homogénea. Parece evidente, dada la complejidad de la coyuntura. Los ciudadanos tienen que lidiar cada día con sus inseguridades, con sus problemas económicos, ¿por qué añadirles más nerviosismo, más tensión, más dudas?

En fin, nada es fácil para la mayoría de la gente, tampoco para los que gobiernan. Nadie niega lo extraordinario de la situación y, seguramente, nadie está preparado para una pandemia (quizás lo estemos más, de ahora en adelante). Pero lo que parece claro es que los ciudadanos no pueden recibir todo el peso negativo de este tiempo sombrío, confiando, como siempre, que ya saldremos adelante. Y en ello va no sólo lo económico, que es mucho, sino el deterioro psicológico y esa permanente apelación a la fe colectiva, que resulta, cuando menos, un tanto pintoresca. Por no hablar de la politización de no pocos asuntos relacionados con el desarrollo de la pandemia, algo que dice mucho de ese gran mal actual que es la falta de consensos y la utilización de la confrontación como herramienta política, aunque sólo produzca tensiones absurdas, o mediáticas, y discusiones bizantinas que a nadie favorecen.

En fin, al menos ha llegado abril. Cruel, pero hermoso. Ahora que ha pasado la Semana Santa, quizás ya podemos salir en busca del aire y la alegría. Necesitamos pasión, la pasión por la vida y por la naturaleza, la pasión que nos aleje de tanta siembra de miedos, oscuridades y dolores. Suerte.
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