14/06/2020
 Actualizado a 14/06/2020
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De entre los idos durante el último trimestre fatal, nos duele Juan Genovés. Duele como todos los que se fueron, por supuesto, pero nos pesa en su caso también por el significado de una de sus obras más celebrada: el abrazo. Esa pieza, convertida en símbolo de la transición, reproducida hasta la saciedad y colgada como un icono en cientos de paredes, recupera actualidad así por el fallecimiento del artista como por su nueva lectura a la luz de estos tiempos. Lo primero no requiere más glosas. Lo segundo, en cambio, ilustra la actualidad en una vertiente desdoblada que, al cabo, causa desconsuelo igualmente.

No abrazarnos, ésa es la maldición. Hemos recuperado al fin los encuentros, las conversaciones, los veladores compartidos. Pero, como mucho y como una especie de mofa inelegante, sólo se nos permite rozar los codos para reconocernos, para tener certeza física de la otra persona, para constatar la entereza de los cuerpos que amamos. No abrazarnos, mucho más que la distancia prudente, expresa la amputación de lo material en nuestros sentimientos y nos obliga a comunicarlos solo con el alma y la mirada. Casi como en los días del confinamiento. Siguen, pues, confinadas las almas hasta que su vuelo las lleve al reencuentro de otros cuerpos.

No sucederá así con los desalmados, para quienes el único abrazo aceptable es el castrense: esa percusión de palmas sobre espaldas anchas. Este es el envés de aquel espíritu del cuadro, regresión frente a progreso, resumido en el lema del reaccionario por antonomasia: ley y orden. De ahí también el penar, que unos ratos es espanto y otros, repugnancia. Y de ahí que nos sea difícil imaginar hoy un lienzo como el que nos regaló Genovés en tiempos igualmente convulsos, pero iluminados al menos por un leve afán de coexistencia. Es muy duro pensar que no hallaremos hoy espacio para los abrazos en ese mar de querellas, de ofensas gratuitas y de mentiras solemnes en el que tendemos a ahogarnos. Ni siquiera el abrazo del socorrista conforta.
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