30/04/2018
 Actualizado a 15/09/2019
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Ding, dong. El señor Quico se levanta, remonta pausadamente el pasillo de baldosa hidráulica, echa un ojo por la mirilla, raro que nadie llame, ya pasó el cartero, no espera visitas, es miércoles, en cualquier pequeño pueblo de León. Sondos operarios de la empresa del gas, perfectamente uniformados, bien parecidos, muy corporativos. ¿Qué querían?, lo de la revisión del butano y todo eso, la seguridad, pasan muchas cosas, no sea que explote, lo manda Europa, ya sabe, estos tiempos, no tardamos nada, si nos deja pasar. Pasen, pasen, ahí esta la bombona, la cocina, el calentador, el perro no hace nada, ¿de dónde son?

Los uniformados entran, cacherrean un poco por aquí por allá, miden la goma, que si está caducada y eso, remueven el polvo de detrás de la cocina, abren el grifo, una pantomima perfecta. Media hora llevan. Rechazan el café, tenemos mucha prisa, hacemos el informe y ya casi estamos, jefe. Mirada cómplice, satisfecha, qué bien hemos elegido, ya te dije yo que este viejo caía, que llevo tiempo observándolo, otro mirlo blanco. Un autógrafo aquí y son trescientos eurillos. «Ah, vaya», improvisa el señor Quico, «voy a por la cartera que no llevo nada encima, esperen aquí un momentín aquí por favor».

Se oyó un seco restallido, un abrir y cerrar metálico, como de escopeta cargada. A dos profesionales del timo no les hace falta nada más para poder ver dos ojos negros de frente a los suyos, aunque estén en otra habitación. Unos pasos tranquilos al fondo, otros acelerados por el pasillo. El señor Quico ni les tuvo que abrir la puerta, y con todo lo que habían tardado en revisar la instalación, no tardaron nada en salir de la casa sin decir ni esta boca es mía. Bueno, sí que dijeron, sí: «Al menos devuélvanos la carpeta, por favor», le imploraban al señor Quico al otro lado de la puerta niquelada. Ahora era el anciano el que por la mirilla miraba satisfecho a los visitantes.
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