01/10/2019
 Actualizado a 01/10/2019
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Rastreando un cuchicheo se pasa las tardes frente a la pared, como si tuviera rayos en los ojos que traspasaran los ladrillos. Lo hace después del café, porque antes no se ha separado de la pantalla de televisión, casi como una obligación diaria o como el resultado de una verdad que escuece, la que marca estar a solas en esos inmensos 50 metros cuadrados.Y justo después de bajar a por el pan y ofrecer su primer buenos días al vendedor. Es uno de dos, el siguiente lo dará rozando la hora de comer, cuando Chelo le venda los melocotones para la comida y la cena que marcarán sus dos piezas de fruta al día. Hoy no toca paseo. Las rodillas anárquicas y ese tiempo inestable que las hace bailar sin rumbo no permitirán que hoy haya más encuentros. Y la soledad se convierte en dogma, otra vez, otro día. Somos animales sociables por naturaleza y los tiempos marcan ahora ir contranatura. Los hijos esclavizados por trabajos que no les permiten buscar los ojos del abueloni criar si quiera a sus propios vástagos, que tampoco tendrán tiempo en un futuro para romper la textura a solas en la que se encajarán sus padres. Se antoja una mirada gris a la escena, que los policías ponferradinos dibujan como un hábito a aumentar. Vivir solos, morir solos; de lo bucólico y misterioso a lo más trágico…Todo encajado en un presente que pisa la yugular a la familia y obliga. No hay salida para una sociedad que ve el mundo desde un teléfono y que prefiere una conversación virtual a tocar las manos agrietadas de los suyos mientras siente sus palabras tiznadas en una garganta desarmada en recuerdos. La soledad se crea y se destruye en el mismo lugar y ahora le toca hacerlo, sin duelo y con soltura, sin darse cuenta que lo que se acaba es el abrazo intenso a su propio pasado al que hoy no consigue hacer hueco en ese hábito de costuras solitarias.
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