A los que Dios tenía ojeriza

Agosto de 1970, una tormenta de pedrisco arrasó numerosas cosechas de los pueblos del Páramo leonés. Hasta ellos acudió, con su cámara, Fernando Rubio y pocas veces las imágenes son más expresivas que todo lo que se pueda contar, no de los destrozos, de las gentes y la desolación dibujada en sus rostros

Fulgencio Fernández
15/05/2023
 Actualizado a 15/05/2023
«Estamos sacando a flote esta tierra a la que Dios tiene ojeriza». | FERNANDO RUBIO
«Estamos sacando a flote esta tierra a la que Dios tiene ojeriza». | FERNANDO RUBIO
Al repasar las numerosas imágenes que Fernando Rubio va acumulando de sus años de reportero de prensa (la década de los 70) por deprisa que pases las imágenes te hará detenerte una de sus ‘láminas’, hay unas caras que te impactarán y te harán detenerte en ellas, en la fuerza que trasmiten. Es la que Rubio llama ‘Las gentes del Páramo. 1970’.

- Las recuerdo perfectamente. Son las fotografías que tomé en agosto de 1970, cuando cubríamos los daños que una tormenta con pedrisco había causado en la zona. Son imágenes que sirven como documento de las gentes que habitaban en la comarca, unas gentes que en una época de cambio de modo de vida, de emigración del campo a la ciudad, habían decidido permanecer en sus pueblos, pegados a su tierra y que recibían con gran sufrimiento el impacto de aquel pedrisco que destrozaba buena parte de su trabajo, que había sido mucho.

Antes de que el agua del pantano produjera la transformación, cuando la tierra mantenía la identidad de su pobreza antigua. La tierra recuperó un verdor que no le correspondía Impacta la imagen del hombre que muestra unas trabajadas manos aferradas a una herramienta de labranza, con las venas hinchadas de sangre que le hierve dibujando surcos como los de la tierra que ara, el gesto desafiante mirando a la cámara como si le preguntara por las razones de la desgracia. En otras imágenes varios vecinos conversan sobre lo inevitable, en la calle o sobre un montón de ladrillos que ‘simulan’ ser las ruinas... el más joven coge su tractor y se encamina a solucionar lo que sea posible, como si aceptara que en el lamento no va a estar la solución.

Es la foto fija de un momento concreto, de aquellos días de tormenta en una tierra ya golpeada y definida con belleza, y dureza, por el gran escritor leonés Luis Mateo Diez en su ‘Espíritu del Páramo’ y, en general, la trilogía dedicada a esa tierra de Celama que es territorio literario y, a su vez, ese espacio físico que conoció cuando su padre, Florentino Agustín Diez, curiosamente un gran experto en la política de riegos, se asentó en el Páramo y hasta allí se desplazó con frecuencia ese hijo, maestro de la literatura, que conoció el Páramo que esperaba el agua y vio cómo trabajaba para tenerla. «Esta tierra que llaman Celama nos hizo hijos del mismo destino en una noche de invierno».

La belleza de las palabras convive con la dureza de los tiempos. «Antes de que el agua del pantano produjera la transformación, cuando la tierra mantenían la identidad de su pobreza más antigua […] Luego la tierra transformada recuperó un verdor que no le correspondía […] y algunos de los forasteros rememoraba otra antigüedad mucho más remota, de la que en Celama nadie sabía nada».

La belleza literaria que se une a algo que a Fernando Rubio llamó la atención, las palabras de las gentes del Páramo, cargadas de sugestión: «Abufarrado, amosquilar, bocalán, corudo, diquiá, farrapos, lambrión, palo del pobre, pispajos, resteterio, rodea, silolo, tanganada, velahí, zascandil o zopenco», entre otras, unas más conocidas, otras no tanto.

A fin de cuentas, gentes que trabajan para hacer realidad una frase que era literatura... y vida: «Estamos sacando a flote esta tierra, a la que Dios tiene ojeriza».

Y lo lograron. O están en ello.
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