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¡A lo que estamos llegando!

José Luis Gavilanes Laso
17/09/2017
 Actualizado a 09/09/2019
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El 14 de abril de 1931 Francesc Maciá, un teniente coronel retirado, proclamó, sin violencia y sin éxito, desde el balcón de la Plaça de Sant Jaume, la República Catalana, integrada en una pretendida Federación de Repúblicas Ibéricas. Tres años después, aprovechando la llamada revolución de Asturias y la huelga general revolucionaria, Lluis Companys, nuevo presidente de la Generalitat, proclamó el «Estat Catalá», pero dentro de la República Federal Española. En ninguno de estos dos pronunciamientos se proclamaba un Estado independiente de España como ahora se pretende tras la obtención de un «sí» mayoritario en referéndum no pactado y una ley de transitoridad absolutamente disparatada. Porque una decisión unilateral o división sin pacto entre las partes es camino seguro hacia el desastre.

La pregunta que está en el aire es saber cómo tantos nacionalistas se han hecho independentistas casi repentinamente y como por arte de magia, cuando no hace nada eran una minoría, hasta conseguir en el Parlament una mayoría de 72 escaños de los 135 del total y al borde del 50% del electorado. Pero el movimiento separatista no es de ahora. Se ha ido incubando paulatinamente. Desde el ‘pujolismo’ en el poder ya se tenía muy claro que se trataba de una sedición anunciada. El independentismo ha estado larvado, utilizando para crecer los medios, los símbolos, señalando siempre los agravios, sean concretos o difusos. Las circunstancias objetivas no han permitido hasta ahora llevar a cabo un proceso independentista de sesgo republicano. A ello ha contribuido la reciente crisis económica aún no superada y los escándalos de miembros de la Casa Real, alguno de sus miembros asentados en territorio catalán. Por su parte, los consejeros actuales de la Generalitat son los otrora mozalbetes que en 1992 se paseaban por la Barcelona olímpica al grito de ‘Freedom for Catalonia’. Y luego como dirigentes políticos han tenido la habilidad de ir ganando voluntades, persuadiendo al personal y generando desprecio cuando no fobia a todo cuanto se relaciona con la palabra España. Además de cantos de sirena hasta hacer creer que el pretendido e idílico Estado republicano catalán alcanzará exquisiteces que van a dejar cortas las utopías renacentistas de Moro, Bacon o Campanella. Aunque lo más lógico es pensar que, aparte del atropello desde el punto de vista jurídico, la desconexión del Estado español significará también una ruina económica y confrontación social entre los propios catalanes.

Por contra, los políticos de la parte de acá, desde el ‘felipismo’ hasta el ‘aznarismo’ pasando por el ‘zapaterismo’, en vez de disuadir y hacer pedagogía de desmentido, se limitaron en su momento a hacer concesiones y pactos con los que todavía no habían pasado el Rubicón de nacionalistas moderados a la insurrección, y así alcanzar más fácilmente el poder. Con el ‘marianismo’ la cosa ha sido diferente. Su estrategia ha consistido en utilizar el problema catalán para sacar rendimiento electoral en el resto de España, manteniendo una postura intransigente, sin ningún tipo de diálogo político con los nacionalistas, parapetándose detrás de los jueces y a la espera que el globo secesionista se desinflase por sí sólo. Y en la creencia de que los independentistas no se atreverían nunca a llegar tan lejos, saltándose a la torera y con arrogancia la Constitución, los procedimientos democráticos y los usos legales. ¡Ay si se hubiera hecho caso en su día al ministro que lo fue de Educación y Ciencia (y Asuntos Catalanes), el ínclito Sr. Wert, cuando dijo que había que españolizar a los catalanes, otro gallo nos cantaría!

En el conflicto que estamos viviendo, a mi juicio, tan responsable es la clase dirigente catalana como la española. En la dejación del Estado español de sus obligaciones ha crecido y se ha desarrollado la sociedad joven de Cataluña. Y un ejemplo es lo que acontece con la política lingüística. Las papeletas que ha inventado el Gobern para el referéndum del 1 de octubre están redactadas en tres idiomas y en este orden: catalán, castellano y aranés, una de las lenguas occitánicas que se habla en el Valle de Arán. Pues bien, he estado recientemente en Cerdañola y he puesto el oído muy atento para saber el porcentaje de uso lingüístico por calles, establecimientos comerciales y parques infantiles. He comprobado que aproximadamente el 80% de la población se expresa en castellano. Sin embargo, en el parque infantil próximo perteneciente a San Cugat del Vallés, todos los letreros, absolutamente todos, están escritos sólo en catalán. Y este desprecio, ¿a qué obedece? Muy sencillo. Los parques son para los niños. Y lo niños no sólo no votan sino que también son el objetivo crucial para preservar y activar uno de los baluartes más sólidos en que se asienta y se defiende todo nacionalismo: la lengua. Aunque para ello haya que sacrificar otra lengua arraigada y mucho más importante a nivel universal, como lo es el castellano; pero, por contra, también la lengua de un país del que se dice «nos roba» y «nos agravia». Así, se da la circunstancia que hablarle a una criatura escolar catalana a estas alturas de León o de ‘El Quijote’, le resulta tan alejado y extraño como hablarle de Kuala Lumpur o de ‘La fenomenología del espíritu’. Los gobiernos de España, socialistas y populares, han permitido todo esto, no haciendo nada para contrarrestarlo mediante una tarea de información y contrapropaganda a la altura de la ofensiva del independentismo. Durante décadas se ha marginado el castellano de las aulas y desdeñado la tradición española identificándola con un marchamo extranjero. Mientras los gobiernos españoles se han abstenido de su supervisión obligatoria, la Cataluña soberanista se ha tomado la educación como un asunto crucial para su subsistencia.

Pero nos quedaríamos cortos si las frustraciones que conducen a la fobia y derivan al odio visceral en uno y otro bando sólo estuviesen alimentadas por los políticos. No quiero reproducir la cantidad de barbaridades sobre Cataluña y los catalanes que he oído y sigo oyendo en la calle por estos cazurros pagos. Me remonto como ejemplo a lo que escribió la exconcejala del Ayuntamiento de León, María Dolores Otero hace seis años en el semanario Gente: «Luego dice mi amiga Cándida, la de Villasimpliz, que al fin y al cabo el catalán no pasa de ser un castellano mal hablado, que su bandera es una bandera española hecha tiras, que si les quitan a Gaudí se quedan sin nada y que son cuatro provincias que si se dobla un poco el mapa se van al agua». Ante tal panfleto vejatorio hacia la tierra y la gente de donde nos viene el sol, uno no puede menos que sentir indignación y vergüenza. Una cosa es estar en desacuerdo con la política lingüística de la Generalitat y otra muy distinta tratar de ridiculizar a los hablantes de una lengua independiente, hermana del español y de otras lenguas romances por haber dimanado del mismo tronco latino.

Yo no sé lo que va a pasar el 1 de octubre. Probablemente se impida el referéndum. Pero eso no va a apagar el incendio ya iniciado, sino a echar más gasolina. Sobran pirómanos y faltan bomberos, nunca mejor dicho en este verano de fuego. El daño puede que ya sea irreparable. En todo este fregado hay algo que tengo seguro: con los actuales políticos que gobiernan del lado de la Generalitat y del Estado español cualquier acuerdo entre ellos es ya pura quimera. Esta gente está tan obcecada en sus posturas, acusándose mutuamente de demofobia, que es imposible llegar a un diálogo político, liberándonos del trauma y, a lo peor, de una tragedia. Que éstas se sabe como empiezan, pero nunca como terminan. Y de otra cosa también estoy muy seguro, que vamos a tener fobias para rato no solo entre catalanes y españoles, sino entre los propios catalanes. Y todo por una panda de charlatanes de feria, fanáticos y a veces ladrones capaces de todo con tal de alcanzar o mantenerse en el poder. Mientras tanto, en vez de chamuscar banderas, catalanes y españoles, ajenos al estropicio y unidos como uvas en racimo, intentan conquistar, una vez más, el campeonato de Europa de baloncesto. ¡Qué triste!
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