21/06/2018
 Actualizado a 15/09/2019
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Nunca he sido partidario de sentarme en las terrazas de verano. Quizá se deba a que prefiero disfrutar del aire acondicionado y tener el inestimable punto de apoyo que proporciona la barra del bar. Y mi alergia a sentarme en plaza pública al sol o bajo el invernadero generado gracias a una sombrilla rebrota en esta época en la que nos acordamos de nuestro maltrecho país gracias al balompié y a pesar de que el resto del tiempo nos suele importar una mierda lo que con él hagan aquellos que nos gobiernan. Fíjese en la exaltación que hacemos de nuestro sentimiento nacional gracias a la rojigualda. Hasta somos capaces de salir de casa para ver el partido aunque lo televisen en abierto. Y eso en una sociedad cuya capacidad de sesteo tiende a infinito es digno de alabanza. El caso es que son días en los que cambiamos nuestras costumbres. Nos importa menos la tapa o que la cerveza no esté bien fría –algo que normalmente es de capital importancia– con tal de coger buen sitio en la terraza. Y en ese cambio de costumbres andan también los aspirantes a suceder al inane registrador en un partido en el que habrá más de una lesión y en el que muchos se van a perder el resto de la temporada. O más. Poco les importa ya que el despilfarro se haya instalado de nuevo en la cosa pública de manos del socialismo después de años de recortes y subidas de impuestos. Poco importan las ideas que tenga el nuevo líder, porque casi todos se van posicionando ya con quien le vaya a dejar un sitio en la terraza para ver el partido a la sombra.
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