30/07/2022
 Actualizado a 30/07/2022
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Versaba el gran poeta latino Ovidio en la Eneida la siguiente máxima: «Ningún día os borrará de la memoria del tiempo». Un tiempo que precisamente hoy nos devuelve los ecos de aquel 30 de julio de 1017, día de las calendas de agosto, en el que la algarabía del murmullo del paisanaje noble y regio de la ciudad de León reinaba en el esplendoroso espacio gótico de una catedral de Santa María, un tanto distinta, a la que ahora se yergue, vanidosa, en la plaza de Regla.

El notorio bullicio, capitaneado por el rey Alfonso V y su esposa, doña Elvira Menéndez, era debido a que se estaban gestando los llamados decretos, las normas básicas para regular la convivencia entre los ciudadanos de las distintas clases sociales. Establecer el recto actuar de los leoneses. Un cuerpo legal que al margen de lo anecdótico fue germen de un nuevo modelo social.

Según narra Justiniano Rodríguez, uno de los mayores expertos del Reino de León, en su obra Fueros del Reino de León, fueron cinco los grandes bloques sobre los que se pretendió legislar: en primer lugar la protección de la celebración de los mercados que se celebraban los miércoles, parece que por entonces ya existían los exhibicionistas a la manera del «gran héroe americano» a los que les gustaba presentarse con espadas y lanzas, en plan fantoche como si fueran a una pelea de lucha libre en el Madison Square Garden. Era necesario evitar cualquier perturbación a la pacífica plebe que se acercara a la urbe para hacer la compra semanal, o realizar intercambios mercantiles. Había que garantizar el necesario movimiento de pecunio. El que se atreviera a perturbar la paz se llevaba la correspondiente multa de setenta sueldos en moneda de la ciudad.

Otro campo de protección y regulación era la propiedad privada. En este sentido y como novedad, aparecía especialmente protegida frente al allanamiento de morada. Se recogía literalmente en el decreto XLI: «Mandamos que ni el merino ni el sayón, ni el señor del solar ni otro señor entren en casa de ningún morador de León por caloña, ni arranque las puertas de su casa». El motivo de esta norma era evitar que nadie se tomara la justicia por su mano, es decir, eliminar la costumbre de que si alguien contraía una deuda, el acreedor hasta entonces, podía acudir a la casa del deudor y arrancar la puerta como compensación. Sin duda, en este campo se avanzó notoriamente.

La repoblación, la persecución al homicida y las disposiciones sancionadoras para quienes quebrantaren el derecho recogido en los decretos, completaban el elenco de bloques regulados. Con respecto a estas últimas y en materia punitiva, la rotundidad del legislador dejaba al transgresor pocos deseos de quebrantar norma ninguna; así el decreto XLVIII establecía, a modo de maldición faraónica: «Quien de nuestro o de extraño linaje intentare a sabiendas quebrantar esta nuestra constitución, quebrada la mano, los pies y la cerviz, sacados los ojos, derramados los intestinos y herido de lepra, así como la espada del anatema, padezca las penas de la condenación eterna con el diablo y sus ángeles».

Disuasoria norma sin duda: ¿a quién se le puede pasar por la cabeza ir a montar follón al mercado, asaltar casa ninguna, liarse a asesinar a nadie o molestar a ninguna fémina ante semejante amenaza?

No era cuestión de terminar los días en el infierno, borrado de la memoria del tiempo, y sufriendo los padecimientos de ser quemado a fuero lento.
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