31/12/2018
 Actualizado a 14/09/2019
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Se tiene la edad de la Nochevieja que se vive. Cuando el cronista era joven, las Nocheviejas eran urbanitas, transcurrían en una fábrica de alpargatas de la Carretera de los Cubos, montando improvisadas escenas de teatro, declamando versos, riendo a pierna suelta, intentando meter mano, y bebiendo vino de la tierra. Y aún así, sobrevivimos, y algunos devinieron en ‘cátedros’, y otros en académicos. Las canciones, eran todas decentes, y tristonas, especialmente rancheras. «Por la lejana montaña, va cabalgando un jinete, lleva en el pecho una herida, y va deseando la muerte», cantaba Agustín Delgado.

Ya en nuestra edad decente, las Nocheviejas eran rurales, montañesas, un deterioro total, en bares de pueblo y de los que no te dejaba salir la helada perpetua; bebiendo calimochos, cubalibres, y lumumbas (coñac con leche) contando aventuras de imposibles, fracasados, amores. Las canciones ya eran de protesta. Los hypies y los cantautores, nuestros héroes. Las letras, verdaderos tratados filosóficos. Pero los ritmos latinos y su sensitiva desazón acababan imponiéndose. «Camarera, camarera. Tu eres la camarera de mi amor», cantaba El Mateo.

La edad madura devino en lo folclórico, lo polifónico y lo ‘filandérico’. Las bebidas ya eran buenas, de marca, con solera. Distinguir el champagne ‘brut’ del semiseco llevó su tiempo. Pero, ya necesitábamos excusas. «Se tiene la edad del sufrimiento que se vive», rezaba en un madero que el cronista tenía por entonces colgado en el pasillo de su vivienda, sacada de ‘La peste’ de Albert Camus. De mayores ya se canta solo la Nochevieja que se recuerda. Y el cronista las que más recuerda son aquellas en el pueblo, cuando llegaba Esteban Piñón con una ‘borracherísima’ infinita, y apoyado en su bicicleta, comenzaba a gritar mirando a las ventanas de la vecindad escasa, pacata, y somnolienta: «¡Año nuevo, vida nueva. A enmendarse, cabrones! Os lo dice Esteban».

Esteban Piñón era soltero. Soltero y entero. Cuando, el cronista hubo de dedicarse a estudiar a fondo aquella casona de enfrente, con escudo y portalada, delante de la cual acababa cayéndose Esteban Piñón al cabo de su perorata, descubrió que el que allí había nacido, el Padre Isla, fue uno de las mayores ‘coñones’ del su siglo, que fue el XVIII. Y ahora piensa que debía ser el único que comprendía la perorata de Esteban. A enmendarse, cabrones. Eso es el Año Nuevo en otras culturas: Una regeneración en toda regla. Un dejar atrás todo lo gastado, roto y viejo, y comenzar a vivir de otra manera.

¿Y lo de: cabrones? Un modo cariñoso de autodefinirse como grupo. «¡Qué cabrón eres! Nosotros somos de pilila pequeña», decía el Mateo.
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