A cámara lenta

José Ignacio García comenta el libro de Marta San Miguel 'Antes del salto'

José Ignacio García
14/01/2023
 Actualizado a 14/01/2023
La autora Marta San Miguel. | LIBROS DEL ASTEROIDE
La autora Marta San Miguel. | LIBROS DEL ASTEROIDE
‘Antes del salto’
Marta San Miguel
Libros del Asteroide
Novela
192 páginas
18,95 euros


Hay novelas de quinientas páginas que se leen en un santiamén, y que ganarían mucho si se hubieran sometido antes de su publicación a una implacable dieta de adelgazamiento, y otras que, por el contrario, no llegan a las doscientas, y en las que no sobra ni una coma, en las que todo está en su sitio, en las que las piezas encajan con una precisión de esmaltador de soldaditos de plomo.

Este es el caso de ‘Antes del salto’, la ópera prima de la periodista y escritora cántabra Marta San Miguel, conocida anteriormente por su faceta poética y que con esta novela «ecuestre» se estrena en los territorios de la narrativa de (casi) largo recorrido.

Empecé a desgranar la novela a mediados de diciembre, con la intención de rematar el año por todo lo alto con una lectura cautivadora, en la más amplia expresión del término. Sin embargo, la prosa de la autora, su cadencia de trote acompasado, su ritmo de crines agitadas al viento, me impidieron devorar el libro –otros de esa extensión no me suelen durar una sentada–. Y es que Marta San Miguel escribe y describe a cámara lenta, con la minuciosidad del forense que no se deja un nimio detalle a la hora de examinar un cadáver.

Por eso me quedé enganchado enseguida de su narrativa. Por eso, y porque yo también empecé a sentir alergias extrañas algún tiempo después de dejar de practicar ciertas actividades campestres; y porque a mí también me gustan mucho las canciones en catalán del grupo Manel (aunque, particularmente, prefiero ‘Boomerang’ o ‘Benvolgut’ antes que ‘Al mar!’). Y qué quieren que les diga, confluencias como esas hacen que uno se sienta, todavía, más atraído por un libro y más fascinado por la capacidad escenográfica de su creadora.

‘Antes del salto’ es una metáfora continua, de alrededor de ciento noventa páginas. Amparada en la fuerza de la memoria y en un vaivén de mudanzas físicas, domésticas y psicológicas, Marta San Miguel proclama un alegato en favor de las mujeres que se resignan, sacrifican y renuncian a seguir creciendo profesionalmente, para seguir a sus maridos allá donde vayan y para cuidar de sus hijos, acaso con una vocación de nodriza. Marta San Miguel lucha para que su protagonista mantenga indemnes su identidad y su dignidad, por más que su vida se limite a cuidar de sus hijos –durante su estancia en Lisboa conoce mejor los parques infantiles con sombra que los monumentos de la capital portuguesa–. Y, para conseguirlo, recurre a figuras literarias aparentemente insustanciales, que ella consigue convertir en prodigiosas, como la falta de la letra G en un teclado de ordenador, la compra de una mesa baja en un Ikea o los saltos de un viejo caballo llamado Quessant, que fue su mejor compañero de infancia y adolescencia.

A su ordenador huérfano de una tecla, con el que pretende escribir una novela, a su sencilla y baja mesa de Ikea, y a los triunfos y rehúses conquistados o sufridos con su montura se aferra Marta San Miguel, como un náufrago a los restos de un navío, milagrosamente hallados en medio de un océano de aguas dóciles, como los días que se suceden en la novela y en los que no ocurren sobresaltos que alteren las actividades cotidianas.

Son esa prosa deshilachada a cámara lenta de la autora, sus comparaciones, su forma de manejar el lenguaje, las que atrapan y conmueven al lector, que no deja de toparse con frases magníficas, con párrafos remarcables, con reflexiones que quizás nunca se hubiera planteado, como aquella que distingue a un viajero de un turista, o las competiciones ecuestres juveniles que igualaban, aunque entonces ella no fuera consciente del hecho, a mujeres y hombres, o el riesgo de que se esfume una idea cuando se acabe de acentuar una palabra esdrújula.

Asegura la autora que las palabras no se oxidan. Y así ocurre, al menos con las suyas, por más que estén escritas en Santander, a orillas del Cantábrico, o alojadas temporalmente en Lisboa, junto a la desembocadura atlántica del Tajo, en esa ciudad donde «todos escriben a tu alrededor y sin embargo Pessoa era incapaz de firmar con su nombre».

También afirma que «hay sonidos que no deben interrumpirse», y por eso el lector se deja llevar y mecer por la belleza de los pasajes de aquí y de allá, de ahora y de antaño, como el sultán hechizado por Sherezade o el niño que está a punto de sucumbir entre las telarañas del sueño.

Se pregunta uno más de una vez, sobre todo por la intensidad de las escenas y la nitidez de los recuerdos, si la novela tendrá mucho que ver con la propia biografía de la escritora, con alguna etapa de su vida en que los sacrificios y las renuncias afectaron a su estado de ánimo; con alguna etapa en que la propia literatura se convirtió en terapia sanadora. Y más cuando confiesa que bajo la intemperie de una pista hípica sin techo, solo con ramas que cambiaban la forma del cielo según la época del año, nació un día la idea de escribir una novela. Pero no es relevante si esta novela espléndida y conmovedora es fruto de la realidad o de la ficción, o si –como intuyo (y sería lógico)– picotea como un pajarillo en las sementeras de la verdad y la memoria, para que el resultado final sea un auténtico espectáculo literario.

Se empeña la protagonista en mantener su perfil bajo, en hacerse casi invisible, cuando se mantiene inmóvil en medio del frenesí lisboeta, cuando parece una ballena varada en la playa entre un grupo de amigos, cuando se permite una escapada fugaz para asistir a la boda de una prima.

Y así llega al final de su aventura lusitana, habituada a poner lavadoras y preparar meriendas, con el miedo que dan los finales, con el temor que provoca todo aquello que termina, un temor que es ajeno a sus hijos –Mayor y Pequeño– que se entregan al sueño arropados por una magia invisible, mientras que ella no sabe en qué se convertirá al abandonar los lugares donde fue acogida.

Y uno, como le ocurre con las alergias o las canciones de Manel, se vuelve a sentir identificado con esa idea, porque ha vivido en tantos lugares que no ha terminado de llevarse impresa una seña de identidad de ninguno de ellos.

Pensaba devorar esta novela en diciembre, de una sentada. No imaginaba que iba a tener que descamisarla a cámara lenta, para no perder matiz ni detalle. Intuía que sería un magnífico broche para un año de lecturas interesantes. Ahora sé que desprecinta un nuevo calendario, con la rotundidad y la certeza de que será una de los grandes hallazgos del año, un caballo ganador que, «a pesar de sus andares y de su respiración de camioneta sin embrague», ocupará posiciones de pódium en ese excitante concurso de saltos que es la literatura que leo cada día.

José Ignacio García es escritor, crítico literario y coordinador del proyecto cultural ‘Contamos la Navidad’.
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