"A Bilbao en tren de Feve yo viajaba..."

Es el viejo tren del carbón, "el de La Robla" que dicen muchos de los viajeros que de no ser por él no podrían moverse por los muchos pueblos que surca

Teresa Giganto
04/11/2018
 Actualizado a 19/09/2019
El apeadero del tren de Feve de La Asunción. | T.G.
El apeadero del tren de Feve de La Asunción. | T.G.
Que internet sea más rápido, que el AVE tarde menos en llegar de Madrid a Asturias, que los antibióticos actúen al momento, procesadores que muevan ordenadores a la velocidad del sonido, coches que vuelen. Deprisa al trabajo, sin prisa pero sin pausa a las vacaciones, corriendo a la universidad. La cola en el supermercado agobia, la de entrar a un concierto aburre, los atascos enervan, esperar en la consulta del médico angustia. Tic- tac, tic-tac, tic-tac. El tiempo pasa, nunca vuelve y para exprimirlo, la sociedad pisa el acelerador. Quiere más en menos tiempo. Lo quiere todo y lo quiere ahora. ¿Quién va a querer en medio de este panorama montar en el vagón de un tren que circula a 40 kilómetros por hora? Quien no puede llegar si no es con él a su destino. Por eso el tren de Feve que une León con Bilbao sigue arrancando cada día y quienes lo utilizan a diario no conciben una rutina sin él. Su recorrido completo es un embeleso para la vista y su servicio para los pequeños pueblos que atraviesa, la última esperanza de mantenerse con vida.

Es viernes, son las 13:30 horas y hace el típico sol de otoño que invita a la fotosíntesis para aliviar los primeros fríos. Ni un alma en el apeadero de Feve de La Asunción. Pasarán 20 minutos hasta que comiencen a llegar los primeros viajeros del tren que partirá a las 14:00 horas hacia Bilbao, pero este no arranca hasta que no llega el autobús que transporta a quienes en realidad salen del punto de partida original del trazado, de la Estación de la avenida Padre Isla, esa que espera que acabe la integración del ferrocarril en la ciudad. Una treintena de viajeros se acomoda y entre ellos va Alejandro, que lleva su bicicleta con él hasta Guardo. Tiene por delante tres horas de viaje y le parecen muchas, aunque está acostumbrado ya que hace a menudo este recorrido para ir a ver a su padre. Está sacando el carnet de conducir para poder ir en su propio coche pero hasta entonces «no hay otra opción». «Para la gente de los pueblos este tren es la hostia», reconoce antes de ponerse los cascos y echar una cabezada, habilidad que denota que es un asiduo a este transporte ya que no es tarea fácil acomodarse en sus asientos. Con ocho horas de viaje por delante habrá tiempo de descubrirlo. En San Feliz de Torío se apean varios viajeros. No portan maletas pero sí bolsas, carros de la compra y alguna mochila universitaria. Sube el revisor: – A Bilbao, le digo. – ¿A Bilbao? –¿Tan raro es? – No, no. Sí hay gente que hace la línea completa. El ruido del tren se convierte en la banda sonora del viaje, con sus chirridos, sus pitidos, como si de un metrónomo se tratara, dando la pista con su ritmo de la velocidad a la que viaja. No es mucha teniendo en cuenta que la media es de 40 kilómetros por hora, alcanzando como mucho los 80 y desplazándose despacio las más de las ocasiones al cruzar tantos pueblos por su trazado. Tan lento es ese ritmo que permite contemplar la vida de sus vecinos por la ventanilla o incluso deja percatarse con precisión de la variedad de plantas que se asoman a la vía. El tren de Feve ofrece un paisaje nítido a lo largo de los 350 kilómetros que recorre pasando por León, Palencia, Cantabria, Burgos y Vizcaya. En ese paisaje se encuentran las pistas que propiciaron el nacimiento del que muchos conocen como el tren de La Robla, la línea de vía estrecha más larga de Europa que nació para surtir con el carbón de León y Palencia la industria siderúrgica del País Vasco a finales del siglo XIX. Pero también se convirtió en un importante medio de transporte de pasajeros, el que muchos tomaron para servir de carburante a los Altos Hornos aunque en forma de mano de obra y sin billete de vuelta. Aquellas historias rondan todavía hoy por los vagones cuando las cuentan quienes recuerdan cuando el viaje duraba 12 horas y los asientos eran de madera. Matallana, La Vecilla, Boñar, La Ercina, Cistierna, Llamas de la Guzpeña… Guardo. Al llegar aquí baja el último viajero que subió en León, el resto son todos nuevos compañeros de viaje y por sus grandes maletas todo apunta que llegarán a Bilbao. Quedan 5 horas de viaje que darán de sí hasta para conocer el motivo por el que lo hace cada uno. La montaña palentina del lado izquierdo y amplias extensiones de cereales ya cosechados del lado derecho, templos románicos coronando el skyline de pequeñas poblaciones que ni siquiera tienen apeadero, vestigios de la actividad minera y un recuerdo a quienes trabajaron en la línea al llegar a Mataporquera, donde el viajero tiene la oportunidad de tomar aire unos pocos minutos. El inmenso embalse del Ebro, caballos de carne que corren al pitar el tren en fincas repletas de un suelo de hojas amarillas al llegar a Espinosa de los Monteros... La misma tranquilidad en el vagón que fuera de él y cuando comienza a caer la noche, los primeros suspiros que marcan el cansancio de tantas horas de viaje. Otros cuatro minutos de respiro en Balmaseda para apurar un cigarrillo y para alguna que otra reivindicación sobre el estado de la línea. «Ni un máquina de agua en ningún apeadero y necesito tomar una pastilla», comenta una mujer que viaja junto a su marido y su hijo. La solución: pedir un botellín de agua al bar de enfrente. Uno de los parroquianos se afana en acercárselo hasta la valla. «Es un euro», dice antes de recibir la moneda y de que todos suban con apremio de nuevo al vagón con el silbato del jefe de estación. «Antes había bar en el mismo tren los fines de semana», recuerdan algunos, sacando de la memoria cuánto ha cambiado la línea.

«En estos últimos años se han dedicado a mermar los servicios entorno a ella, como si quisieran desabastecerla para que cada vez la utilice menos gente y acreditar con ello su cierre», comenta una mujer que montó en Llamas de la Guzpeña y que tiene Bilbao como destino. Señala que el viaje de hoy a estas alturas es un «privilegio» porque no ha sido necesario hacer transbordo a un autobús. «Se ha convertido en algo habitual, cuando no es una avería es la falta de maquinista», incide. Lamenta que ya a inicios de los 90 la línea estuvo interrumpida un par de años y que volvió a abrirse por un «importante movimiento social».

«Recuerdo viajar con mis padres a Bilbao siendo una cría. Entonces pasaba por aquí la caramelera», relata. «Salíamos de Bilbao a las 8 de la mañana y llegábamos al pueblo a las 6 de la tarde. Mi madre traía la tartera con el pollo guisado, hablábamos con todo el mundo y pujábamos para llegar a casa con grandes maletas que no tenían ruedas», dice con la mirada puesta en la ventanilla mientras el tren se para en un apeadero ya en el País Vasco, donde se ve un ascensor y unas escaleras mecánicas, algo que no se ha visto antes en todo el trayecto. «Quieren que volvamos a los pueblos pero nos quitan el transporte para hacerlo», dice otra mujer que escucha la conversación. «No se dan cuenta de que esto no es un negocio, es un servicio», espeta. El tren llega a Bilbao, las despedidas se reducen a un «que vaya bien» y una cara conocida del viaje, al salir a la calle, dice: «Que no tengamos que hablar de esta línea de tren en pasado, ya bastantes no pudieron volver en ella a León por falta de oportunidades».

Archivado en
Lo más leído