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25 años y más, de la Base Aérea

16/06/2017
 Actualizado a 07/09/2019
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Estuve el domingo 11 en el festival que se celebró en la Base Aérea de la Virgen del Camino, y he de reconocer que me produjo una sensación especial.

Es cierto que eso de los trenes, coches y aviones, además de los barcos para aquellos que a diferencia de nosotros los mesetarios, se han criado junto al mar, son algo que nos marcan desde pequeños. Cualquiera de los tres, y quito los barcos, pero los quito solamente un poco, siempre te dejan un deseo de mirar, ver, estar dentro, usarlos, dibujarlos o que te los regalen como juguetes, claro.

En mi caso, que es el mismo que el de los demás, se me añade algo especial con los aviones.

Creo que alguna vez escribí que mi padre era médico y del Ejército del Aire. Es más, recuerdo bien un escrito de hace unos años sobre las casas de aviación, las de la Condesa, y de mi niñez, de mi estupenda, magnífica y siempre recordada estancia allí.

Así que, claro, lo del festival del domingo, reconozco que me llegó al alma.

En primer lugar porque, al ver aquellas instalaciones, volví inmediatamente a aquellos años: las mismas edificaciones, en sus mismos sitios, tanto inmuebles como como hangares, incluso la plaza de armas. Como en la película de Cary Grant, Ginger Rogers y Marilyn Monroe, «me siento rejuvenecer» (en realidad, para ser correcto gramaticalmente, «me sentí» rejuvenecer). Todo estaba igual.

Como arquitecto, además, caí en la cuenta de una característica muy propia de la Base: es de lo poco, poquísimo, que queda por Europa con una estructura de Base Militar Aérea original, pues la mayoría se han ido mutando en aeropuertos o instalaciones más, mucho más, modernas.

Y la pena es que es un tipo de arquitectura, en un conjunto además muy considerable, que estando poco valorada, merece más atención, y es raro que una organización internacional como es la de Documentación y Conservación de la arquitectura y urbanismo del Movimiento Moderno (DoCoMoMo, un nombre que suena a chufla pero que juro es verdad y se extiende a todo el planeta), no haya catalogado todo el conjunto, que bien lo vale.

Pero no es ese el asunto.

Es que me vienen a la memoria aquellos años y los aviones y gentes que estaban allí, incluso algún festival aéreo, que también los hubo.

Para empezar, todo empieza mucho antes de los 25 años de la Escuela Básica, que es la que forma los mandos de segundo nivel del Ejército del Aire. Pero mucho antes.

Desde que empieza a andar la Base, allá por 1929, hasta hoy, ha sido la Academia del Aire desde el 39 hasta el 49 que se traslada a San Javier,a la vez que constituía, también en el 29,la ‘Maestranza’, que eran los talleres de formación mecánica,o al menos así lo recuerdo.

Cuando la formación de pilotos va a Murcia, aquí se monta la Escuela de Especialistas, en la que se formaban los distintos mecánicos especializados en aviones.

Yo, mayor que soy, viví, sobre todo, esa fase, la de la escuela de especialistas, que, al menos así lo recuerdo, mucha gente la seguía diciendo ‘la Maestranza’, una academia donde había todo tipo de profesionales. Tan todo tipo que recuerdo una visita, tendría entonces 8 o 9 años, en la que me llevaron a la carpintería, donde, ¡oh maravilla!, me hicieron una espada, de madera claro, que luego pintaron de purpurina plateada. Bueno. Aquella noche no dormí.

Cómo se pueden borrar aquellos recuerdos de niñez!

Alguien me comentó que, por aquellos entonces había en la base dos mil empleados, personas civiles en su gran parte, que cubrían los más variados aspectos de formación profesional.

¿Y qué aviones había entonces por allí? Pues los que se podía, que no había dinero para nada. Los más aparatosos e importantes eran los ‘Pedros’, nombre por el que se conocía a los Heinkel 111, bombarderosheredados de los alemanes, como casi todo el material, de cabina en el morro que era transparente y que, al decir de los pilotos de la época, eso recuerdo, eran unos aviones más bien difíciles. Y debía ser así pues al menos me vienen a la memoria dos de ellos perfectamente clavados de morro en la pista.

Bueno, y la pista, de tierra, solamente tierra, con un bache en su parte central, donde los aviones daban un saltito, sobre todo al aterrizar.

Luego estaban los trimotores JunkersJu 52, con su fuselaje acanalado, lentos, majestuosos, dedicados al transporte sin más (bueno, no creo que los ‘Pedros’ llegaran a tirar una sola bomba, o al menos nunca oí que lo hicieran).

Y después las avionetas y aviones pequeñitos.

Aquellos años y aquellos aviones que se mantenían como se podía, literalmente atados con alambres (literalmente), sin ninguna de la sofisticaciones actuales de radares, ordenadores y mecánicas superheterodinas, y que los pilotos, verdaderos héroes, los volaban como podían, muchas veces ‘a ojo’. Aún recuerdo una conversación de cómo le decía uno a otro que para ir a Salamanca, nada más despegar enfilara un pueblo (no recuerdo cual, eso sería demasiado recordar) y al llegar a la torre de la iglesia girara hasta avistar la torre de otro y así sucesivamente. Palabra que yo lo oí.

Y algo chusco. También el clima de León debió ser famoso dentro del ejército del aire (recuerden los lectores: «León tiene un clima bueno para los bueyes y algún que otro canónigo»), porque corría entre los pilotos (los que no estaban en León, claro) otro dicho: «No pierdas un alón, que te mandan a León». Entonces sí que hacía frío por aquí, y no ahora, que ni es invierno ni es nada, por mucho que, eso sí, sea largo.

Y, siguiendo los tiempos y los años, luego se montó la actual Escuela de Suboficiales. Que es donde estamos.

Se me acaba el papel y más podría escribir de mis recuerdos, todos buenos y entrañables, incluida mi jura de bandera en el patio de armas, el de esta ilustración, pero, ya que empecé por el festival aéreo del domingo, quiero terminar con los de entonces, que, ya dije, también los había. No tan espectaculares, claro, pues aquellos eran otros tiempos, los de los años 50, pero eran unos muy dignos festivales, montados con poco dinero y mucha ilusión: un desfile, unos vuelos y, cómo no, acrobacias.

Por cierto, en eso de las acrobacias, siempre me viene a la memoria el nombre del Príncipe Cantacuceno, rumano exilado tras la segunda guerra mundial y afincado entonces en España, príncipe de verdad, excelente piloto acrobático siempre con una Bücker133 Jungmeister, aunque fabricada en España por Casa Construcciones Aeronaúticas SA). Una gozada.

En fin, qué años aquellos. Quien pillara esa edad.

Pero que me quiten lo ‘bailao’.
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