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24 horas con Vargas Llosa

25/03/2019
 Actualizado a 18/09/2019
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Una de las mayores dificultades de las muchas que tiene el universo literario, tan erizado de egos, como siempre dice Juan Cruz, es soportar el peso indecible de los premios. Porque los premios se reciben, claro, algunos con sumo gusto, pero también producen, cuando son mayores, un vendaval de responsabilidades y no pocas obligaciones, por mucho que parezcan agradabilísimos, amables, el dulce colofón, en fin, de toda una carrera. Ya hablé aquí alguna vez de la segura dificultad de llevar por la vida un Premio Nobel, que tanto impone al que lo recibe como a los que están en sus proximidades, y que a buen seguro llena al ganador de un aura que ha de parecerse a una escafandra de astronauta, protectora y aislante, una indumentaria de la que ya no podrá despojarse en las nuevas condiciones de habitabilidad y gravedad del planeta de la fama.

No he tenido muchas experiencias, aunque sí algunas, cercanas a esos premiados en las alturas de las letras, pero recuerdo con apasionamiento la figura del poeta irlandés Seamus Heaney, que tanto vino por Galicia, por Asturias, donde aún vive su hermana, buena conocedora de la provincia de León. Heaney, con un jersey modesto, reacio a las corbatas, se presentaba con la timidez de un aprendiz, cuando era un maestro, y renunciaba a presidir mesas con unos ojillos divertidos que eran, a buen seguro, los de aquel muchacho que descubrió la naturaleza en los caminos a la escuela cerca de Derry. Cela es otro caso, claro, muy diferente en personalidad y en maneras, como la otra noche nos contaba divertido el propio Juan Cruz (y como lo escribió en ‘Egos revueltos’), durante la cena de despedida que la Universidade da Coruña dedicó a otro Nobel reciente, Mario Vargas Llosa, protagonista esta semana de un seminario sobre su propia obra.

Las consecuencias de ser galardonado con un Premio Nobel no deben de ser menores, o eso me parece. Pero la gran duda está en qué medida algo así afecta a la producción del premiado, que, según cuentan, sufre de inmediato una maldición, la llamada maldición del Nobel, o más bien un aumento exponencial de la agenda, por supuesto en los cinco continentes.

Sin embargo, no he notado ni un ápice de esa maldición en este Varga Llosa que está a punto de alcanzar la década como Nobel, lo que supone una carga en las espaldas de cualquiera, más allá de los supuestos beneficios de la gloria. Y a pesar de los cambios bien conocidos en su vida personal, y de sus implicaciones en la vida política, que vienen de lejos, he creído ver en él estos días aquel otro Vargas que conocí en la Universidad de Reims, que en conversaciones de sobremesa no veía muy claro que el gran premio literario de la Academia sueca fuera a recalar alguna vez en sus vitrinas. Tenía la extraña convicción de que el premio le rehuía, o quizás, pensábamos nosotros, los suecos habían llegado a la conclusión de que el cupo del ‘boom’ latinoamericano ya estaba agotado. No es que le fuera la vida en ello, puedo afirmarlo, pero también creo que le parecía de justicia recibirlo, o eso creí entrever. Y al final, ocurrió. En Reims, bajo los oficios de María Madeleine Gladieu, una de sus máximas especialistas, Vargas Llosa era ya un escritor al que paraban sin cesar por la calle, y que mantenía encendidas polémicas con los alumnos de la universidad, como tuve ocasión de ver. Y seguía escribiendo febrilmente, en hoteles mejores o más modestos, que de todo había, aunque no fueran como aquella modesta pensión madrileña de la que el viernes habló Juan Cruz, donde empezó a prefigurarse su genio.

El polvo de oro que cubría las botellas de Champagne en las cavas de Reims, que semejaban enterramientos faraónicos, nos inspiró en aquellos días. Parecíamos peregrinos al inframundo, Vargas Llosa incluido. De aquel descenso a las cavas de Taittinger, no lejos de donde Dom Perignon inventó el precioso licor que produce encantamientos, Vargas Llosa pasó en esta ocasión al Atlántico y a la brisa suave. Allí estaba Mario, otra vez, como si la década prodigiosa del premio no le hubiera hecho mella en particular, en contra de lo que dicta la ominosa tradición. Vinieron a Coruña sus grandes amigos, que son especialistas en los suyo. Efraín Kristal, de UCLA, o Roy Boland, de la Universidad de Sydney. La mencionada Gladieu, Concepción Reverte y el mismísimo Juan Cruz, que ha acompañado a Vargas Llosa prácticamente a todas partes del globo (no en aquellos días de Reims, sin embargo), y del que ha sido también su editor en Alfaguara, durante años. Y María Jesús Lorenzo, que lo entrevistó.

Surgieron esta vez algunos detalles que demuestran que Vargas Llosa, además de sus crónicas periodísticas, mantiene viva la llama de la novela (que sustituyó su afición poética primera, firmando como Alberto). La próxima, si no escuché mal, tendrá como escenario Guatemala. Entre los mil asuntos literarios que fuimos desgranando, casi ya alcanzando la medianoche, surgieron los recuerdos de otros Nobel, y de ese difícil trasiego de la fama, pero sobre todo Mario recordó cómo el conocimiento de la selva de Perú (en Iquitos, sobre todo para ‘Pantaleón y las visitadoras’) le fue llevando a otros escenarios y a otros países. Se diría que poco a poco ha logrado hacer un gran daguerrotipo de América Latina, pero sobre todo del lado trágico, el de los abusos del poder. Así mencionamos su época en ‘Os Sertoes’, en el estado brasileiro de Bahía, donde en 1896 tuvo lugar la Guerra de Canudos, y que él reflejó en ‘La guerra del fin del mundo’. El gran libro inspirador de Vargas Llosa es este libro de Euclides de Cunha, ‘Os Sertoes’, que le parece a él la gran obra de América Latina. Fue entonces cuando hablamos de sus malas experiencias con el cine. La Paramount, que ya había producido la versión de ‘Pantaleón’ de la que es codirector (y de la que abomina), le propuso hacer el guión para la guerra de Os Sertoes. De ahí salió la gran novela, pero de la película nunca más se supo. «He terminado perdiéndole respeto al cine», dijo, «por todas estas cosas». Aunque la versión que Luis Llosa, su primo, hizo de ‘La fiesta del chivo’, merezca la pena. Y aunque esté grabando ahora mismo sus propias memorias, en un documental que dirige su hijo Álvaro. Capítulo aparte sería su relación con Herzog, con quien estuvo a punto de colaborar en la muy tormentosa y recomendable ‘Fitzcarraldo’. Pero esa es otra historia. De momento, vi a un Vargas Llosa sin ninguna de las sombras del llamado mal del Nobel, quizás ya acostumbrado a la vida en la cima literaria sin necesidad de escafandras protectoras.
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