2020, la cultura en el año de la pandemia

Bruno Marcos hace balance de un año cultural condicionado por la crisis sanitaria

Bruno Marcos
31/12/2020
 Actualizado a 31/12/2020
‘Distancia social. Pesadillas’. Obra de Daniel G. Andújar, realizada y visible durante el confinamiento de 2020.
‘Distancia social. Pesadillas’. Obra de Daniel G. Andújar, realizada y visible durante el confinamiento de 2020.
Estaba tan mal ya antes el sector cultural que no sabemos calibrar exactamente el impacto que va a tener la pandemia en él. Las cifras que se van dando transmiten la sensación de un auténtico cataclismo, pero un cataclismo mudo porque no alcanzamos a imaginar cuántos libros, películas, ensayos, partituras, obras de teatro o de arte no van a nacer. En medio de todo lo que hemos padecido puede parecer intrascendente esta pérdida pero forma parte de la misma precarización de nuestra existencia a partir de ahora, son las sociedades empobrecidas y que no evolucionan las que no producen cultura de su tiempo.

Se ha repetido: la cultura fue lo único que tuvimos cuando la realidad se retiró de nuestras vidas debido al confinamiento: las ficciones, las películas, los libros, el teatro, la música, las imágenes… y el primero en hacer declaraciones desafortunadas fue el ministro del ramo al decir que el salvamento de la cultura podía esperar mientras se aseguraba, desde el gobierno, que nadie quedaría atrás.

Las grandes exposiciones que se han inaugurado en los últimos meses del aciago año, Kandinsky en el Guggenheim y Mondrian en el Reina Sofía, miran a un pasado canónico en lugar de abordar nuestro presente inédito: el del confinamiento global y la pandemia que plantean un urgente retrato, su relato. Por otro lado, no se ha abordado más que desde una perspectiva periodística otro tema de sorprendente emergencia ocurrido los pasados meses, el de los ataques globales a las estatuas públicas con motivo de las protestas antirracistas, una moción de censura a la historia expresada gráficamente por los excluidos o aniquilados en ella, que indudablemente precisa análisis desde el plano de la cultura.

Los recursos económicos, más necesarios que nunca para los artistas vivos, se han dado con lentitud y a cuentagotas, o se ha aprovechado la circunstancia para vaciar los presupuestos y hasta para imponer exposiciones, como en el lamentable caso del Patio Herreriano de Valladolid.

Ha sido también un año de atropellos al margen de la pandemia. Desde el faro pulverizado a colores de Cantabria que destruye la imagen del paisaje hasta el edificio del arquitecto Fisac destrozado con gigantescos murales en un festival nada menos que benéfico. Una auténtica barbarie que no necesita coordinarse para aparecer por todas partes.

En nuestra comunidad se ha dejado a la deriva el buque insignia de la contemporaneidad –tan necesario en un territorio en el que hasta los progresistas son estéticamente conservadores–, el Musac, que desconoce su futuro más inmediato y en el que se podrán visitar todavía el próximo año dos grandes exposiciones inauguradas en 2020: ‘El vuelo’ de Paloma Navares y la dedicada a la historia de la galería leonesa ‘Tráfico de Arte’. Los demás museos de arte actual ya estaban navegando por inercia, abandonados desde la crisis económica de 2008.

A nivel provincial se ha intentado reanimar la actividad tras una década larga de decadencia en el Instituto Leonés de Cultura, pero la concesión de las ayudas a proyectos artísticos se retrasó demasiado, adjudicándose finalmente a autores que, para subsistir, tienen ya un pie fuera o, en algún caso, los dos. Además, salió desierto el premio de la bienal de poesía –con el argumento de recobrar la calidad perdida por la histórica colección Provincia– en el peor momento para meter el exiguo presupuesto dedicado a la poesía en un cajón dos años más. Habría que revisar las preselecciones, 125 poemarios presentados a concurso son muchos como para que no haya uno a la altura de esta colección.

En el ámbito municipal tenemos la promesa incumplida –que el mismo alcalde admite– de crear un patronato de cultura y, seguramente debido a ello, una actividad ocasional y difusa. También se echa en falta una mayor implicación en la cultura de la ciudad por parte de la Universidad. El hueco que dejan las instituciones lo cubre muchas veces la pasión de proyectos privados como los de las editoriales Eolas, Marciano Sonoro, Mr. Griffin, Menguantes o Manual de Ultramarinos entre otras –o este mismo periódico con varias hojas dedicadas a diario a la cultura–; y en el medio rural la Fundación Cerezales, que sigue apostando por la simbiosis entre alta cultura e idiosincrasia del territorio.

Lo mejor del año ha sido, sin duda, la generosidad de los creadores que se hizo patente en los peores momentos del confinamiento y, una vez más, su resistencia.
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