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2016, el año de los grandes aniversarios

16/05/2016
 Actualizado a 15/09/2019
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Hay años muy especiales, como éste en el que nos encontramos, en el que coinciden notables aniversarios literarios. Por supuesto, siempre los hay, pero no de la enjundia y relevancia de los que se celebran este año. La verdad, celebrar a artistas y escritores tiene su mérito, en un país que no cuenta entre sus fortalezas con el respeto por la cultura, al menos por la cultura propia, pero ya se sabe que a menudo se elogia con mucha más tranquilidad a los muertos que a los vivos, que siempre reconocemos los méritos de los que se han ido sin ambages, quizás porque ya no vemos en ellos ninguna competencia. Los muertos ilustres nos tranquilizan una barbaridad.

El recuerdo de los cuatrocientos años de la muerte de Cervantes y de Shakespeare, algo de lo que ya hemos hablado aquí, ha velado en parte otras efemérides de este 2016, pero, una vez pasadas las celebraciones cervantinas, a todas luces escasas según lo que he leído, y también las shakespeareanas, que nos cogen más de lejos, han empezado a abrirse camino otros nombres. Y no son precisamente nombres menores. Resulta extraño que el centenario de la muerte de Rubén Darío (que, dicho sea de paso, murió en León, aunque fuera el León de Nicaragua) no haya recibido tampoco la atención que merece, sin duda, ya digo, un tanto sepultado, y nunca mejor traído, por el peso monumental de de Cervantes, aunque tampoco se la haya tratado como es debido. Los ingleses, Shakespeare aparte, han celebrado a dos mujeres ilustres, Charlotte Brontë, la romántica de cuyo nacimiento se cumplen doscientos años, autora de una imperecedera Jane Eyre, y a Mary Shelley, quien, hace también doscientos años, construyó la milagrosa trama de ‘Frankenstein’ en la ginebrina villa de Diodati, durante el sueño de una noche de verano que dio esta obra maestra a la luz, y también ‘El vampiro’ de Polidori. En Villa Diodati se reunieron varios astros bajo la cúpula estival de 1816, quizás una de las noches más productivas literariamente que se recuerdan.

Escribo estas cosas cuando en Galicia están a punto de celebrar su Día de las letras (mañana, 17 de mayo), este año dedicado al enorme poeta lucense Manuel María. Es uno de los grandes ejemplos de la pujanza de la poesía contemporánea, y de eso en León tenemos muy buenos ejemplos, pero cito a Manuel María porque el añorado Antonio Pereira, con quien mantuve una amistad fructífera a cuya memoria siempre vuelvo, solía hablarme mucho de él. Tuvieron también Manuel María y Antonio Pereira una bien fundada amistad, no siempre en la distancia (ahí están esas fotos, junto con Gamoneda, en las calles de León), amistad quizás edificada sobre el hecho de que Pereira era hijo de un ‘ferranxeiro’ del noroeste, como a él le gustaba decir. Ese noroeste de tierras monfortinas, que tanto tiene que ver con la vida y la obra de Manuel María, evidentemente. Si saco aquí a relucir al poeta lucense, además de por su relevancia en este año 2016, es, sobre todo, por la importancia que Saleta Goi, la mujer de Manuel María, tuvo en la vida del poeta. Pereira hablaba de esa presencia permanente y decisiva de Saleta, como la de otras mujeres en sus escritores. Como la de Úrsula, en la suya. Y eso me ha traído a la memoria otro centenario, el del nacimiento de Camilo José Cela (a quien Pereira, asiduo al Café Gijón, conocía de sobra, y con quien mantenía correspondencia), un centenario que sólo en estos últimos días está alcanzado los titulares de la prensa. La figura de Charo, su primera mujer, representa un papel fundamental en la compleja y casi feroz construcción literaria del Nobel, como bien se encarga de subrayar su hijo en un libro que ahora aparece en Ediciones Destino, ‘Cela, piel adentro’, que considero de obligada lectura, tanto para los seguidores del autor de Iria Flavia como para sus detractores.

Camilo José Cela (CJC) es, en efecto, otro de los nombres literarios de 2016, envuelto, como cuando estaba vivo, en todas sus polémicas y extravagancias, que no fueron pocas. La recuperación del olvido de la figura de Charo, su primera mujer, que ya había sido sustanciada por Cela Conde, su único hijo, en ‘Cela, mi padre’, cobra especial significación en este nuevo libro al que me refiero, ‘Cela, piel adentro’, en el que de alguna forma se ofrece una mirada sobre el autor de ‘La colmena’ un tanto inédita, fruto de las cartas que se cruzaron Charo y CJC, o más bien las cartas que CJC le enviaba a Charo, y que obran en poder del hijo. Es verdad que, coincidiendo con el centenario, Cela Conde presenta aquí al Cela más frágil y humano que quizás hayamos conocido nunca, ni siquiera sospechado, el Cela que se cuidaba bastante de mostrar debilidades en público, construyendo, dice, su propia careta protectora, el Cela que no tiene nada que ver con el que devino, a través de las páginas satinadas y las numerosas relaciones públicas, tras el Nobel. Él mismo (el hijo) se asombra de lo que descubren las cartas, pero se niega a admitir que busque en ellas completar, por decirlo así, una cierta afirmación psicológica, cerrar en positivo el ciclo vital entre padre e hijo, tiempo después de desaparecido el primero. Es buena información, en la que tanto aparece el Cela censor como el Cela censurado, y, sobre todo, destaca el viaje por los años de la miseria, por las infinitas dificultades para publicar e incluso para escribir, los tiempos tortuosos de Ríos Rosas o Cebreros, que dieron a la luz, sin embargo, al mejor Cela, que es el de ‘Viaje a la Alcarria’, de de ‘La familia de Pascual Duarte’ y el de ‘La colmena’.

Este libro, ‘Cela, piel adentro’, junto al monumental volumen biográfico de Francisco García Marquina (publicado por Aache ediciones), abre muchas de las habitaciones no suficientemente conocidas del primer Cela, el más auténtico y verdadero según su hijo, aunque tan sujeto al conflicto y la polémica como el que vino después, consagrado por la fama y engullido, casi con seguridad, por ella.

A Cela lo conocí ya en sus últimos años, durante una entrevista con la Televisión de Galicia en la que tuve ocasión de preguntarle un par de cosas, pero, sobre todo, durante una edición de los famosos Cursos de verano de la Fundación CJC, en Iria Flavia, donde ciertamente se tocaban altos y formidables aspectos de la literatura, en un entorno natural envidiable. Recuerdo aquella edición porque Francisco Umbral acudió como conferenciente: contemplar en lucha dialéctica (tan elogiosa como feroz) a dos personajes ciclópeos, que infundían temor a los jóvenes periodistas de verano, resultó una experiencia difícil de olvidar.

Yo ya no era un joven periodista, pero me sumé con gusto al espectáculo. A Umbral lo entrevisté después varias veces. Hablamos de Cela, sí (él también escribió lo suyo, tras desaparecer el Nobel), aunque la última, recién salido de una UCI de hospital, Umbral había perdido ya su legendaria fiereza. Conmigo nunca la tuvo. Y eso que le recordé siempre sus años leoneses, de los que, todo hay que decirlo, nunca habló con entusiasmo. Pero sabía que en ellos se había empezado a construir como escritor. Comimos aquel día en el Chef Rivera, que no es moco de pavo. Supe que Cela y Umbral, a la mesa, estaban despidiendo una época seguramente tan triunfal como despiadada. Cela se marchó a dormir la siesta al pazo, en cuanto pudo. Umbral hizo una columna para el ABC sobre su propia conferencia, aunque ya no escribía en él. Todo queda ya extraordinariamente lejano y polvoriento.
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