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11-S: entonces habló el trueno

13/09/2021
 Actualizado a 13/09/2021
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Ya sé que a estas alturas (y sólo han pasado dos días) habrán visto muchos minutos dedicados a los atentados terroristas del 11 de septiembre, hace ahora veinte años, incluyendo las famosas y mil veces repetidas tomas (desde todas las perspectivas posibles) del ataque propiamente dicho. Ya sé que a estas alturas habrán escuchado y leído análisis profundos, y quizás también superficiales, sobre lo que sucedió aquella mañana de ruido y de furia.

Ya sé que «veinte años no es nada», como decía Gardel, pero la verdad es que se trata de una cifra respetable en la vida de un hombre. Han pasado veinte años, en efecto, y parece que fue ayer, porque esas imágenes no han dejado de estar ahí de una u otra manera. Forman parte de la iconografía fundamental de nuestra existencia y de lo que va del siglo XXI, como otras imágenes (casi siempre de desastres y tragedias, es verdad) son iconos visuales indiscutibles del siglo XX.

El ataque a las Torres Gemelas de Nueva York, aquel no tan lejano 11 de septiembre, se pensó a buen seguro con detalle, por parte de sus autores intelectuales, buscando una espectacularidad que desde luego consiguieron con creces. Un escenario magnífico, una empresa tan mastodóntica como brutal, ejecutada nada menos que en el mismo corazón de lo que se ha venido considerando la capital del mundo (no sé si lo sigue siendo). El golpe, con su efectismo visual, reunía todos los ingredientes para que ahora, cuando volvemos a ver en bucle esas imágenes, que ya hemos visto tantas veces también en bucle, sigamos sintiendo que deberían pertenecer a una obra de ficción.

Todavía resulta difícil decidir si los atentados del 11 de septiembre de 2001 significaron el final del siglo XX o su prolongación. En realidad, el siglo pasado, tan violento, siempre parecía resistirse a abandonarnos, y ahora, veinte años después, casi podemos concluir que el nuevo siglo no termina de arrancar. Porque el aniversario de esta tragedia ha coincidido exactamente con la salida precipitada (y caótica) de las fuerzas occidentales de Afganistán, particularmente de Estados Unidos, lo que viene a corroborar que desde aquel día aciago hasta hoy se puede trazar una línea recta que inequívocamente conecta ambos momentos, y que nos explica, quizás, el tamaño de una derrota. Las consecuencias de aquel 11-S llegan hasta ahora mismo. Los ecos de aquel trueno, que sonó en la mañana, están ahí. Y por eso muchos piensan que aquel día el mundo cambió, y que ese cambio ha permanecido en el tiempo, se ha ido nutriendo de la confusión y la niebla.

No sólo hay que hablar de derrotas locales, de los graves efectos para poblaciones que han tenido que emigrar o escapar, o rendirse a la evidencia. El daño afecta también a las democracias y pone en entredicho los liderazgos y el intento de restaurar cierto orden mundial mediante intervenciones militares. Esta es una de las explicaciones de Joe Biden, que dice haber heredado los acuerdos para abandonar Kabul y también clama contra ese papel de apagafuegos, tradicionalmente atribuido al ‘imperio’, que ha terminado en guerras perdidas o «imposibles de ganar», con grave erosión política y pérdida de vidas en todas partes. ¿Ha llegado el momento de entender el mundo de otra manera?

Sin la menor duda, ha quedado demostrado (y no sólo en Afganistán, me temo) que la militarización de la política y la diplomacia, incluso como medida extrema ante un atentado como el que sucedió hace ahora veinte años, termina por producir fracasos o guerras enquistadas, mal resueltas, o simplemente imposibles de resolver. Por un lado, occidente parece confirmar tras estas dos décadas oscuras, esa confusión, esa perplejidad, esa dificultad creciente para comprender lo que está pasando en el mundo, y, al mismo tiempo, deja tras de sí una imagen de vulnerabilidad y fracaso, que era justamente la que se buscaba transmitir con el atentado del 11-S.

Es posible que Biden y sus asesores hayan recapacitado sobre el papel de las potencias globales, o que, más bien, sus intereses estén fijados en otras latitudes, en otras amenazas en marcha, y, sobre todo, en la gran batalla por la hegemonía global. Sin embargo, cuesta trabajo pensar que las democracias puedan dejar de influir en el mundo, que vayan a renunciar a promover la libertad o los acuerdos y que, ante el temor del descrédito o la derrota, y ante la pérdida de energía en esas guerras de desgaste, puedan terminar encerrándose en sí mismas, intentando lavarse las manos, construir dentro de sus murallas, erizar más fronteras, olvidar la solidaridad y ahondar en la gran división del mundo. No parece una solución ideal, aunque líderes muy proteccionistas, como Trump, lo defendieran. Si la democracia es el más respetable de los regímenes, es obvio que no puede renunciar a su lucha por la libertad de todos.

Lo que se perdió en el 11-S, y que parece quedar confirmado ahora, tiene que ver con esas derrotas locales, con el aumento de los desfavorecidos y las víctimas, con el radicalismo (religioso o no) y el autoritarismo de todo pelaje, pero Occidente sabe que, en esa guerra contra el miedo (o contra el terror, como decían en Estados Unidos), también ha perdido muchas cosas. El mundo tuvo que reconocer que era más vulnerable de lo que pensaba y, como resultado, la libertad se redujo drásticamente, los viajes se hicieron más difíciles, la seguridad y la vigilancia nos obligaron a ser cada vez más dependientes de la tecnología, lo que demuestra que nuestras vidas, simplemente, han empeorado y la esencia de la democracia, su atmósfera de modernidad como garante del progreso, se ha visto alterada y comprometida.

Muchos son los daños producidos y muchos quizás los que podrían derivarse se esta confusión contemporánea. No es la idea que nos habíamos hecho del futuro. Mientas la ciencia mantiene el tipo, mientras soñamos con Marte y con inventos extraordinarios, la televisión nos devuelve imágenes de terror, o escenas que parecen sacadas de otro tiempo. Como nos pasa cada vez que contemplamos el 11-S, a veces tenemos la sensación de vivir en una película. El trueno de aquel día no se ha apagado veinte años después. Vivimos a caballo de la decepción y la incertidumbre, y, como explica Iñaki Gabilondo en sus dos documentales sobre las consecuencias de aquel día de septiembre (que emite Movistar), tendremos que encarar muchas más dificultades, casi todas de tipo geoestratégico: batallas por el orden global, por el poder económico, por el dominio del ártico, por el agua, por la tecnología, por el ciberespacio. En realidad, es la idea de la democracia la que está en juego.
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