0,6

Por Alejandro Cardenal

Alejandro Cardenal
03/11/2020
 Actualizado a 03/11/2020
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No fui un estudiante brillante. Los primeros resultados tras mi ‘debut’ en las aulas hacían presagiar el nacimiento de una estrella, el Ansu Fati de mi generación, un ‘coco’ prometedor. ¿La realidad? Me quedé en un Gai Assulin, un Freddy Adu, un Bojan Krkic. No es que mi madre fuera Capello ni Benítez (tampoco Fabri, gracias a Dios), pero pertenece a esa generación que se rompió los cuernos currando en cuanto tuvo edad para hacerlo y consideraba que los estudios me abrirían alguna puerta más que la del McDonald´s.

En resumen, la ‘jefa’ se preocupó de inculcarme valores y hábitos de estudio que funcionaron a las mil maravillas hasta que las hormonas hicieron efervescencia y a ella le llegó la hora de soltar cable para que empezase a volar solo. Los trimestres fueron pasando, los sobresalientes se convirtieron en notables y los notables en bienes, nada preocupante todavía. Hasta que llegó el día ‘D’.

Por dar un poco más de contexto. 3º de ESO. 15 años. El curso no iba mal, las matemáticas empezaban a dar guerra, pero mis notas todavía aguantaban el tipo sin tener que esforzarme demasiado, lo que unido a la irresponsable e innata osadía típica de la adolescencia se convirtió en una mezcla explosiva, como el ácido clorhidri… sí… ácido clorhídrico y el sulfato de so… de cloro, bueno no, sulfato no. Vamos, que la lié parda.

La mañana del día en la que mi madre iba a hablar con mi tutor (el profesor de mates precisamente), me devolvieron un examen que sabía que no había sido mi mejor obra, pero que pasó a ser mi ‘Ecce Homo’ particular. Un 0,6. Terrible. Aún maldigo a ese malnacido de Ruffini y aquel método que he utilizado la friolera de cero unidades de veces a lo largo de mi vida.

Aquel día tuvo de todo. Para mis amigos ni siquiera fui carne de vacile. Quiero decir, otro de los lumbreras del grupo sacó un ‘1’ y pasó a ser conocido como Atila, pero creyeron que con lo de soportar el rapapolvo que me caería aquella tarde ya tendría suficiente y mi hazaña pasó de extranjis por el patio.

Pues no fue para tanto. Mi madre volvió de la reunión y no me dedicó ni el más mínimo reproche, me preguntó cómo estaba, qué había pasado y me propuso dar clase de repaso con la profesora particular que ya le había sacado las castañas del fuego a mi hermana, cosa que acepté y que me permitió sacar adelante el curso sin más sustos.

¿Y a qué viene semejante rollo? Pues a que el partido de la Ponfe contra el Sabadell, salvando las distancias, no deja de ser la típica metedura de pata adolescente. ¿Un error a estas alturas es suficiente para un condena firme e irrevocable?

Al igual que me sucedió a mí por aquel entonces, hay dos alternativas. La fácil, vociferar, blasfemar y acordarse de la familia de todo el santoral, una opción tan satisfactoria a corto plazo como inútil a la hora de buscar un remedio.

Sí, un 0-3 en casa con el entonces colista no es precisamente como para andar dando palmaditas en la espalda, pero ya lo dice el refranero popular: “se consigue más con miel que con hiel”. Y el ensañamiento no lleva a ningún lado.

¿Qué hacemos entonces? Reconocer que todos tenemos un mal día puede ser el primer paso, pero tiene que ser algo más que un «o siento mucho. Me he equivocado. No volverá a ocurrir». Toca arrimar el hombro y aportar soluciones, que Bolo tenga mano izquierda, pero que también se ponga la bata y se pringue de tiza, porque ahora más que nunca hace falta un profesor particular que le quite la tontería a un puñado de jovencitos confusos.

Solo así lo del domingo quedará en anécdota y no se convertirá en el inicio de ningún drama, que de esos en estos días de curvas que no se aplanan, negacionistas que resultan ser parados y autónomos arruinados y que luego se convierten en menas, cayetanos o antisistema (dependiendo de a quien se idolatre en Twitter) ya tenemos suficiente.
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