... Siento mi fragilidad

Segunda parada del viaje de un "hijo de León como Walt Whitman de Manhattan" con el propósito de ir recuperando a su paso la menospreciada y a la vez tan necesaria vida de barrio

Rafael Gallego
09/08/2022
 Actualizado a 09/08/2022
| JM. López
| JM. López
Espero que la primera parada empiece ya a dar sus frutos y hayáis podido abrir algún pequeño pasillo en vuestros barrios, ya sabéis, algún arqueamiento de cejas, algún buenos días para los más osados, algo así. No dejéis de construir a ver si podemos ponerle parque a nuestra casa, y estar en él como la gente de los pueblos en sus plazas, sin apretar el culo porque fíjese que pinta tienen esos... y es que se oye tanto...

En este punto debo advertir a los haters, que de todo hay en este grupo, que no van a poder aguantar el calentón que se viene, por lo que recomiendo bajen a su todo a ciento a buscar sombrillita o paraguas al gusto, porque les voy a forzar la bilis.

Cantaba Antonio Vega "Un juego salvaje advierte lo cerca que ando de entrar en un mundo descomunal..."

Segunda parada

Guatemala, año de nuestro señor de 2009. Panajachel, en el lago Atitlan.
Soy un recién llegado a la zona, apenas llevo aquí dos días, y busco básicamente en qué entretener el día. Escucho a los regentes de dos establecimientos turísticos cercanos al mío hablar entre ellos de un pueblo, San Antonio de Palopó, y de una manifestación de indígenas que allí se iba a desarrollar.

Automáticamente pongo las orejas como las del pastor alemán, atento a cualquier brizna de palabra que se caiga. Mi naturaleza curiosa, y que mis orejas de pastor alemán no deben de ser de pura raza, me obligan a acercarme a los regentes. Aplico aquí una técnica ancestral de mi familia que ha ido pasando de generación en generación a lo largo de los años, y que tan bien sabe utilizar mi padre. Clavo la mirada sobre ellos hasta que sienten que los atraviesa y, cuando me corresponden, con la mejor de mis sonrisas claro está, me tiro a la conversación a cuerpo muerto. "Hola, buenos días, ¿qué pueblo? ¿Qué manifestación? ¿Qué? ¿Qué? ¿Qué?...". Las respuestas que me dan son muy de política de resort. "Uy, uy, uy, dónde va usted, que ese pueblo es muy peligroso, que hay gente muy mala. Mire que el otro día asaltaron en el mercado a tres turistas canadienses y casi no lo cuentan. Mejor quédese aquí, además hoy van a estar muchos indígenas protestando y no les gustan nada los extranjeros, mire que son muy malos, muy malos, muy malos...". Este argumentario siempre me ha llamado mucho la atención, es como si la gente del pueblo, que es la misma que trabaja en los resorts, se transformaran totalmente cuando están en ellos, y se convirtieran de pronto en pura bondad, en pura amabilidad... Quizá debiéramos encerrar en estos lugares a nuestros líderes mundiales a ver si así...

Después de un trepidante viaje en guagua, recomendado sólo para aquellos a los que el Dragón Khan se les queda corto, me poso en el pueblo. Estoy nervioso, el viaje y las palabras de los regentes hablando de los peligros de los habitantes del pueblo, de los indígenas, del mercado, del aire que aquí se respira, hacen que sienta que camino, oh corderito de mí, entre lobos. Juzgo, tomo mis distancias con la gente, vuelvo a juzgar... Me sorprendo corriendo al ritmo de mi pulso, como si supiera dónde voy. Consciente de que debo aflojar un poco tanta intensidad si no quiero sobrepasar la línea de la arritmia, decido parar un momento.

He llegado casi sin darme cuenta al mercado y el estallido de color que me encuentro es brutal. Los puestos de artesanía, de telas, de frutas y verduras, de jugos, de tacos, me revientan las retinas. Justo en el centro, hay un pequeño escenario improvisado donde se han de subir los líderes de la manifestación para exponer sus proclamas y arengar a las masas. Estoy en el sitio.

Localizo un puesto de tacos en una de las esquinas del mercado con fácil escapatoria por si las cosas se tornaran lanzas, y pido un taco con de todo y un jugo para pasarlo, y me siento a esperar el porvenir. Éste no tarda en llegar. Lo veo subir por una de las calles aledañas a la mía portando azadas, palas, horcas y un sinfín de machetes. Inmediatamente me doy cuenta de que se trata de una manifestación de agricultores, que sí coño, que son indí pero no se manifiestan por eso, que también podrían, lo hacen por las condiciones en las que son explotados. Qué les voy a contar de esto a la gente que trabaja de verdad el campo...

En ese momento algo se remueve en mis entrañas y no es la rabia que siento hacia los regentes empeñados en poner fronteras y condicionar mi puto pensamiento. Creo que el taco o el jugo, o los dos, están librando una batalla a muerte en mi estómago... Aquí no hay sitio para los dos, men... No me preocupo demasiado porque cuando viajo siempre llevo conmigo un pequeño botiquín con pastillas para la cabeza, pastillas para el culo y unas tiritas. Con el primer viaje al baño me tomo la dosis reglamentaria intentando poner un poco de paz en la batalla antes de volver a mi sitio.

La agitación de mi estómago va acorde con la agitación del mercado, y su energía pone los pelos de punta. Todos caminan juntos al grito de "el pueblo, unido, jamás será vencido".

A la vuelta de mi cuarto viaje al baño es cuando me sobrevienen estos "temblores de agonía" que tan bien cantaban los Calis, y tengo el tiempo justo de hincar la rodilla en el suelo antes de que todo se haga oscuridad.

Cuando vuelvo a abrir los ojos tres mujeres velan mi cuerpo. Me ponen paños húmedos sobre la frente y se turnan para cuidarme. Están conmigo durante más de una hora y cada poco aparece alguien para hacerme notar que el pueblo está ahí, acompañándome también en mi lucha.

Por fin los cuidados y las pastillas acaban por obrar el milagro y, cuando me incorporo, quiero agradecer tanto bien a la manera que el capital me ha enseñado, y meto la mano en el bolsillo del pantalón para sacar los pocos dólares que llevo conmigo. Nadie los quiere, nadie. Sospecho que son conscientes de que las fuerzas chamánicas han hecho su trabajo, y no sólo me han liberado de la mierda de mi estómago, también de la de mi cabeza, y con eso les basta. Sólo puedo gritar: «el pueblo, unido, jamás será vencido...». Escucho el rugir de los machetes golpeándose entre ellos y ya no veo indígenas, ni tan siquiera agricultores, no veo sexos, no veo razas, no veo credos ni nacionalidades, solo veo al pueblo, a sus personas.

Si me preguntáis si con el pueblo, con las personas que se manifestaban también se obró el milagro, os diré que encontraréis la respuesta en vuestros propios campos.

Abandono esta parada con una receta para los más cerriles del grupo: ya os dije que os iba a forzar la bilis... Hacer mahonesa, dejar madurar unas horas al sol y degustar a cierta distancia de casa. Os aseguro que cuando la vida se os vaya por el agujero del orto, descubriréis que el mundo está lleno exclusivamente de personas...

Nos vemos en la siguiente parada...
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