31/07/2020
 Actualizado a 31/07/2020
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Uno más, y no es cualquiera. Hace muchos años Carlos Cidón abrió en la calle Padre Isla, casi esquina a Ramiro Valbuena, un restaurante. Creo que su primer Vivaldi. Lo suyo por aquel entonces, al menos así lo recuerdo, era el chuletón, a pesar de todo su periplo de formación en otros fogones que nada tenían que ver con ese tipo de plato.

Porque lo ‘suyo’ era otra cosa, y, quizás por eso, pronto cambió de sitio y se marchó al barrio húmedo, a aquella casa de cuatro plantas y sótano, en la que creció hasta llegar a ser la primera estrella Michelín de la provincia, sobre todo en una ciudad, en realidad en una provincia, en que la que siempre han primado, y aún priman, los platos de cuchara muy por delante de la cocina imaginativa y creadora que en España brilla.

Como edificio para hacer un restaurante no era desde luego lo más idóneo. Recuerdo, cuando andaba de estudios en la Escuela de Arquitectura, que nos pusieron como ejercicio trimestral proyectar un gran restaurante en el Parque del Oeste de Madrid, y para abrir boca nos llevaron a la Escuela Nacional de Hostelería que había en la Casa de Campo. Visitamos todo aquello, que era bastante grande, y lo primero que los profesores nos dijeron sobre el funcionamiento de una cocina fue que tanto ella como los comedores, siempre debían estar en la misma planta. Y allí, en el Vivaldi, la cocina estaba en una planta y los comedores en las demás. Pero no importó, supongo que porque había una meta clara.

Carlos investigó, probó y se partió la cabeza. Escribió libros, preparó platos y enseñó al que no sabía. Entre ellos, yo.

A lo largo de los catorce años que llevo haciendo esta página de opinión, los lectores han podido leer más de una sobre cocina. Uno es cocinillas, y no lo puede remediar.

Y mucha culpa la tuvo Carlos, pues el Vivaldi, o sea Carlos, haciendo algo que probablemente no muchos conocen: sus cursos de cocina para aficionados. Allí nos juntábamos un grupo variopinto (entre 12 y 20 novicios), formábamos equipos y hacíamos cinco platos, con Carlos y Javi, el jefe de cocina dirigiendo y enseñando, platos que luego nos cenábamos con Jorge haciendo de lo suyo, de somelier, que nos daba y explicaba los vinos.

Allí aprendí a cortar una cebolla, el ‘roux’ para hacer una besamel fácil, esa que fue publicada durante el confinamiento en este mismo periódico, un pil-pil sin cazuela de barro ni movimiento continuo, o, por qué un rebozado requiere mucho menos tiempo de fritura que un frito normal.

Porque la cocina, además de práctica, es química, relativamente grosera, pero química al fin y al cabo, y no digamos la repostería, que es química de verdad. Ahí sí que no hay arreglo: o lo haces exacto, o no llegas a buen puerto. Probablemente por eso la repostería tenía tan pocos seguidores en aquellos cursos.

Primero nos reunía a todos, contaba las recetas, comentaba las cosas especiales, formábamos los grupos y… manos a la obra. Tres o cuatro horas de cocina, una de relax y cena de todo lo anteriormente preparado. Una gozada.

Fueron años estupendos con un profesional que ponía su trabajo por delante de todo. Recuerdo un curso especial con un grupo de amigos, cuando ya la enfermedad le hacía la puñeta. Y allí estuvo. Salía y entraba, aunque se le notaba dolorido. Pero no importaba.

Y nunca le oí una bronca. Y no es que no nos la mereciéramos, que barbaridades hacíamos muchas.

Luego vino el cambio al Musac, una operación ambiciosa para poner un marco más acorde con la cocina que hacía. Cambió de nombre y cambió de sitio, siguiendo la línea de asociar un restaurante de nivel a un edificio de uso especial, aunque para mí, y para muchos, seguía siendo ‘el Vivaldi’. Pero todo lo demás siguió igual: Siguió la renovación, siguió su trabajo de búsqueda de nuevos platos y siguieron los cursos, hasta que la maldita enfermedad se lo llevó por delante.

Luego su hermano Jorge cogió y siguió la línea con Javi, el jefe de cocina. Los cursos siguieron y y la cocina también. Y mira que peleó, pero las circunstancias y ya la pandemia ha acabado con la historia.

Con nostalgia y pena daremos el adiós a un restaurante que fue pionero y que marcó una línea luego seguida por otros, renovando la gastronomía leonesa y donde, como ya comenté, muchos, además, aprendimos.
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