01/11/2020
 Actualizado a 01/11/2020
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Ventilad. Cuando os pongáis a orear fundas y manteles, o sábanas y felpudos, deteneos un momento y ventilad. Emplearos a fondo: abrid la casa de par en par, las ventanas que dan a la calle y las que se inclinan sobre el patio de luces, las puertas y las trampillas, no dejéis ni una pieza clausurada. Hacedlo dentro del coche si es preciso, camino del camposanto en este lúgubre mes de noviembre, y que no os tiemble el pulso ni el alma. A los muertos, eso sí, dejadlos en paz, su morada no requiere brisas fugaces ni vespertinas. Ventilad con tesón y firmeza, de la noche a la mañana, dejando que el aire penetre hasta el fondo de las alcobas. Que no se diga que el polvo, o los ácaros, o los virus, entraron en vuestro hogar con deseos inmortales.

Ventilad, también, las ideas, puestos a hacer limpieza conviene darle un meneo profundo a la mente. Aprovechad para despojaros de prejuicios, de obsesiones, de ideas ridículas y supersticiosas. Dadle aire a la ignorancia y, si es posible, al miedo, que nunca fue un compañero de fiar. Ventilad con los ojos abiertos y la tele apagada, dejad que una ráfaga agite las páginas de ese libro que teníais olvidado. Lo mandan los doctores, los gobiernos, las virólogas, pero tomároslo con calma y estilo: siempre podéis ventilar el mundo con una sonrisa desafiante y las manos cruzadas en la nuca.

Ventilad como si las carreras de vuestra niñez hubiesen regresado a los pasillos y la voz de vuestra madre, clara y hermosa, resonase entre las azucenas del jardín. Ventilad con el afán de expulsar esas sombras, esa fatiga, esa aflicción que os devora cada mañana. Poco más podemos hacer en lo que nos ha tocado vivir. Llegar a casa y abatir las ventanas con dulzura, permitiendo que el aire envuelva los cuerpos, ahora que no podemos abrazarnos ni, ay, besarnos. Ahora que ni siquiera podemos mezclar el aliento. Ventilad las noches de sueños infames y, cuando retiréis la colcha despacio, sentid cómo dejan de agrediros y abandonan en un suspiro vuestro corazón. Hay que caminar por la ciudad buscando la luz, mientras el aire limpia las casas y a nuestra espalda, infatigable, el viento hace su trabajo. Me quedo mirando el remolino de hojas en el escritorio y me veo persiguiéndolas como a dientes de león, esas flores que acaban por esfumarse en las tardes de verano sin pedir permiso a nadie.
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