09/11/2020
 Actualizado a 09/11/2020
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Al final, casi en el tiempo de descuento, parece que Joe Biden se ha hecho con la presidencia de los Estados Unidos. Digo que parece porque, en este tiempo de incertidumbres, nada está suficientemente claro. Y eso mismo es lo que dice Trump, que ha hecho de la realidad fluida e impredecible uno de sus argumentos más sólidos, por paradójico que parezca. A pesar de que en las últimas horas Biden ha sumado, aunque por la mínima, la disputada Pensilvania, pero también otros estados importantes (incluyendo algunos en los que se consideraba de antemano que no ganaría), Trump insiste en la cómoda distancia de Twitter que no hay nada claro ni definitivo, digan las cifras lo que digan. Y, por si hubiera dudas de sus ideas al respecto, subraya que ya hay un ejército de abogados preparando demandas aquí y allá, o a diestro y siniestro, si lo prefieren, nadie sabe con qué posibilidades de éxito.

Cuatro años después estamos más que acostumbrados a estos retorcimientos de la realidad, a esta construcción palabrera de una verdad paralela. Es decir, conocemos bien el percal. Pero eso no quita que la confusión y la perplejidad sigan cotizando al alza, y que todos tengamos la sensación creciente de que para Trump y su equipo más directo (muy reducido, yo diría) la máxima más efectiva es esa de ‘a río revuelto, ganancia de pescadores’. Sin importarles demasiado, o eso parece, la terrible imagen proyectada al mundo durante esta semana de furia. Si ya en el transcurso de su gobierno, Trump puso en manos de lo impredecible y lo caótico gran parte del desarrollo de sus políticas, estaba muy claro que, ante la progresiva pérdida de posibilidades de victoria en este larguísimo recuento, las cosas no iban a ser de otra manera.

Trump, tuiteando como siempre (es su sistema de comunicación favorito, alérgico no ya a la prensa, sino a los intermediarios) nunca creyó que podía perder. Como él mismo ha explicado tantas veces, no fue educado para la derrota, ni ve ninguna grandeza en ella. «Ganar es fácil. Perder no. No para mí», dijo en esa gran frase, la más sincera de la campaña. Así que es fácil comprender esa actitud una vez más negacionista (a lo que se ve, es un negacionista ya de muchas cosas), esa técnica tan semejante a la del calamar que emborrona el escenario, expulsando tinta, para defenderse. Porque Trump insiste en que la suya es una actitud fundamentalmente defensiva. Es decir, se ha sentido atacado, pero no está muy claro por qué o por quién. ¿Por el sistema? Bueno, es el mismo sistema que en su día lo llevó a la victoria. Indiscutiblemente, es difícil perder cuando esperas ganar. O cuando te han convencido de ello. O cuando consideras que la mayoría de tu país ya piensa como tú, signifique eso lo que signifique, o que, al menos, esa mayoría se siente seducida por tu despliegue comunicativo, por tus formas peculiares, por tu lenguaje intimidatorio y por esa épica mil veces repetida de que todo volverá a ser grande de nuevo. Las altas torres y los grandes proyectos están muy bien, y Trump sabe de eso. Pero a veces la épica de un país también se escribe con la voz baja, con el consenso, con un poco de calma.

Sin embargo, a pesar de todas las consideraciones anteriores, no se debe olvidar que la derrota de Trump (se confirme o no en los tribunales, como él dice) se ha producido por un escaso margen. Incluso teniendo en cuenta que Biden es el candidato más votado en la historia. Trump también ha mejorado sus resultados y es evidente que hay un gran respaldo popular detrás de su figura política, un respaldo bastante individual, que sobrepasa de lejos los límites del partido republicano. Trump ha ganado con ese partido, pero no es ese partido, ni siquiera muchos de sus miembros lo consideran así. Es probable que el sistema electoral norteamericano necesite ser revisado, pero no es tan distinto de otros (y quizás otros también deban ser revisados). Es probable que, la conocida como primera democracia del mundo, debería tener un sistema más uniforme y ágil de recuento, para evitar, como ha sido el caso, toda una semana enloquecida.

Todo eso es verdad, sí, porque todo es mejorable. Claro que los diferentes estados que conforman el país norteamericano tienen muy a gala su potestad para establecer normas y leyes propias en no pocos asuntos, empezando por la pena de muerte, aunque aquí a veces eso se soslaya. Esas normas han provocado diferencias a la hora del escrutinio, lo que ha derivado en ese suspense tan productivo desde el punto de vista mediático, pero tan desquiciante. Especialmente a causa de las repetidas acusaciones de fraude por parte de Trump. La carga emotiva, la polarización, lo ha trastornado todo. Pero, al final, el recuento se ha hecho. Como decía Biden, «en política a veces hace falta un poco de paciencia». Yo diría que siempre. Perder la paciencia es una mala cosa, pero mucho más cuando se está hablando de una decisión tomada libremente por el pueblo. Sembrar una idea del caos puede ayudar a conseguir que la gente se confunda, a que no se entre suficientemente en los detalles: pero la democracia va de los detalles, de las decisiones razonadas.

Dicho esto, y a pesar de la forma tan especial (digámoslo así) de gobernar de Trump, a pesar de que el pueblo norteamericano se haya dividido peligrosamente casi al cincuenta por ciento, a pesar del peligro que puede acechar a las democracias con estas ideas que descreen del conocimiento, de la ciencia y si hace falta de la realidad misma, no me parece buena idea haber silenciado a Trump en las últimas horas, allá donde se ha podido hacer. La democracia se engrandece con la resistencia de la verdad. A veces, las circunstancias obligan a demostrar esa resistencia. Una política egocéntrica, individualista, intimidatoria, es un mal asunto, pero en su propia expresión está su penitencia. Ojo con los filtros. Mejor, los comentarios críticos.

Biden no deberá abordar una política fría, por mucho que la emoción haya podido causar divisiones. Es otra emoción la que se necesita. Y lo ha dicho él mismo: una emoción sanadora. Ahora bien: no será una tarea fácil. La tarea no consiste simplemente en ‘destrumpizar’ a los Estados Unidos. Porque el eco de Trump va a persistir. No habría nada más dañino que una decepción política del ‘ticket’ Biden-Harris. Y, sinceramente, la suya me parece una tarea loable, pero tan cargada de dificultades, tan necesitada de humanismo y de matices, tan sujeta a finos equilibrios, que tengo muchas dudas de que cuatro años puedan ser suficientes para llevarla a cabo. Ojalá me equivoque.
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