Un interrogatorio, un comisario

Jean Louis regresa a Francia y Lavigne se queda en León

Rubén G. Robles
09/09/2020
 Actualizado a 09/09/2020
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En ese momento Jean Louis aún permanecía como poseído de la incredulidad. No alcanzaba a comprender lo que aquel hombre le trataba de decir. En su cabeza aparecía lo sucedido y su teatralidad. No sabía si huir o permanecer allí, de pie, esperando a que alguien ayudara a aquel hombre. No sabía si gritar o correr.

La sangre iba abundante dejándose llevar como el fluido blando e incesante del caudal de un río. Espesa y carnal, iba formando una sombra bajo el cuerpo del anciano, con un contorno ancho y extendido. Era una mancha tibia bajo la delgadez del compositor que parecía ahora más disminuido, una estructura de huesos, su cuerpo esquelético y encogido sin moverse más.

Jean Louis escuchó los primeros gritos de una joven madre paseando por la ciudad con su marido y uno de sus hijos, lo cual le hizo reaccionar, despertar de aquella macabra y nocturna velada premonitoria y que había estado llena de símbolos antes de que llegara a suceder.

Volvió a mirar a Christ. Allí tumbado, le parecía a Jean Louis la figura de un patricio, con sus guedejas de cabello ensangrentadas, el aspecto de un senador asesinado, blanquísimo, envuelto en su propia sangre, sin la toga senatorial, al pie de la escalinata. Pues eso había sido Christ, un hombre poderoso disfrutando de la corrupción del poder. Y como si hubiera sido un senador romano, había encontrado la muerte en un lugar oscuro de un barrio turbio y desconocido, en una casa de las afueras de una ciudad romana, en un lenocinio, por error, o en medio de una reyerta estúpida. El compositor estaba muerto sin más.

Jean Louis repasaba mentalmente y recordaba todo lo sucedido, igual que  recordaba la noche junto al fuego conversando con el matrimonio en el castillo. No se sentía protagonista, había participado como un sencillo espectador, había asistido a lo ocurrido como por casualidad y para contar a otros lo visto.

Jean Louis les había reconocido. Eran los tres hombres que habían permanecido sentados junto a ellos. El compositor habría pagado a aquellos hombres que sentados junto a él le protegían en el bar, más por tratarse de su presa, por tratarse de su víctima, que por protegerle con su vida.

Jean Louis no sabía qué hacer, deambulaba  a uno y otro lado junto al cuerpo. Se vería obligado a explicar su relación con el compositor y quizás a desvelar algunas cosas que solo tendrían sentido para él y el señor Halff.

Apareció un hombre, Jean Louis se asustó.
– ¿Es usted Jean Louis Lecomte? –le preguntó.
–Si soy yo.
– Acompáñeme antes de que tenga que explicar demasiadas cosas. Por favor, sígame -Jean Louis aún no había conseguido reaccionar.

La ciudad fue quedando atrás, la ciudad vieja fue desapareciendo por la cuesta abajo del caño Vadillo. Apareció el Torreón de los Ponce, aquella inmensa mole de piedras gigantescas y cuya altura se erguía desafiante sobre el curso de un antiguo riachuelo. Ofrecía una sombra alargada y siniestra sobre el callejón que seguía descendiendo en pendiente hacia un humedal. Jean Louis siguió caminando, giró la cabeza y vio los cubos de la muralla, las casas encajonadas entre los muros de mampostería Poco a poco fueron convirtiéndose en un amasijo de sombras y rincones, una masa oscura de piedras desgastadas. Ya no veía el cuerpo de Christ desparramado sobre las piedras blancas de las ruinas romanas.
–Siga por esta calle, encontrará a un taxista esperándole, le llevará a Madrid y de allí subirá al primer avión de la mañana que le llevará a París. No mire atrás, sus cosas le siguen en el maletero del taxi que va a coger. Encontrará los billetes en el asiento trasero.
–¿Pero…?
–Buen viaje señor Lecomte, siga su instinto no tendrá nada que temer.
El profesor entró en la parte de atrás del taxi con el motor en marcha.
–Ese libro… dará que hablar.

Amanecía y la luna se dejaba ver entre las rejas, rotunda, perceptiblemente mórbida y blanquísima a través de la ventana de una comisaría de León. El cielo limpio y de un azul extremo anunciaba una jornada de calor intenso y sofocante en los primeros días de mayo.
–Y ahora explícame qué hace un tipo como tú en una ciudad pequeña que huele a ropa vieja y tergal.
Aquel hombre esposado con los brazos por detrás de la silla en la que le habían sentado ofrecía el silencio como única respuesta.
–Nos han enviado desde París algunas cosas, unas fotos…

Creció una pausa mientras el comisario de policía observaba las fotos que le habían pasado.
–Entonces… dejaste los servicios de información, ¿no es eso?

El otro siguió sin decir nada. De nuevo la luna rociaba con su esperma parte de la penumbra de la sala de interrogatorios. La silla era una vieja pieza metálica rescatada de algún edificio en ruinas del pasado franquista de la capital. El comisario se levantó como quien se va a dar un paseo. Lavigne miraba a través de las rejas la silueta de la luna apagándose frente a un día que avanzaba sin cesar.

Óscar González, el comisario jefe del interrogatorio, siempre había jugado de delantero derecho en el equipo de fútbol del Atlético Astorga, equipo recién ascendido a 2ª B. Cuando le pegó el derechazo a la pata de la silla recordó su etapa de futbolista y los goles que había transformado a balón parado. Lavigne cayó como un peso muerto sobre el costado golpeándose el hombro con el lateral de la mesa. La cabeza cayó como un saco de piedras contra la frialdad de las baldosas del suelo. Ni siquiera aquel golpe hizo que Louis Lavigne hiciera algún gesto de queja y eso que aquella jugada a balón parado había sido inesperada y brutal. El policía salió a por unos cafés. El comisario pidió al otro agente que le ayudara a levantarle.
–Y encima me he hecho daño –dijo Óscar-. Sabemos lo de Nigeria, lo de los periodistas, lo del dinero. ¿Te pareció poco lo que te entregaban por la negociación?

No hubo respuesta.
–Naciste en Gabón.

El otro hizo como si no le hubiese oído.
-Sabemos lo de África –el comisario insistía sobre aquel asunto.
–Ya le he oído.
–No es mudo el hombre al menos. Eso está bien. También sabemos algunas cosas sobre tu amistad con gente de Neuilly sur Seine -hizo una pausa.

Lavigne continuó sin decir nada.
–No eres trigo limpio.

Lavigne pensó en Hermann.
–¿Quién te ha contratado?

Volvió el agente con dos cafés en vaso de plástico, aún humeantes. El comisario señaló la mesa.
–¿Sabes que te has llevado por delante a uno de los hombres más queridos y respetados de la ciudad?

El comisario cogió el café y se lo endiñó de un trago, mirando el fondo del vaso por ver si dejaba algún resto de aquel brebaje oloroso, fuerte, intenso.
–Cojonudo. ¿Quieres uno?

Lavigne le miró a los ojos y pareció dejar claro que le dejara en paz, que no le interesaban aquellas artimañas de comisario de provincias.
–Se te va a caer el pelo, majo -repasaba la lengua por el paladar.
–Christ Halff no era un cualquiera, pero eso tú ya lo sabías.

Lavigne levantó la cara para mirarle.
–Ya han enviado a gente de Madrid y el caso ha adquirido una relevancia que me ha sorprendido, sí señor.
–Ya le he dicho que me contrató el propio Christ -comenzó diciendo Lavigne.
–Hemos revisado todas sus llamadas y tu número no aparece entre los premiados, amigo.
–No fue él, lo hizo a través de un tipo que se llama Hermann.
–Hermann qué más…
–Hermann Feder, pero…
–¿Qué? –le preguntó el comisario
–Puede que no sea su verdadero nombre.

El comisario hizo un gesto al agente de uniforme que apuntó el nombre y salió de la sala de interrogatorios.
–Entonces, ¿nos quieres hacer creer que un hombre como Christ contrata a un tipo como tú para que le mate como a un perro al pie de un montón de piedras… en León?
–Sí.

El comisario pareció ir a enseñar un colmillo al sonreir.
–Me parece…

Lavigne levantó la cabeza esperando lo que le fuera a decir.
–No eres tan inteligente como te crees.
–Nunca dije que lo fuera.

El comisario enseñó el colmillo para que no hubiera dudas esta vez.
–¿Tienes alguna prueba?
–Hablen con Hermann.
–¿Quién es Hermann?

Entró un agente y le pasó una nota.
–Ya se lo he dicho, Hermann Feder, fue él quien me contrató.
–Lo hemos comprobado, no existe ningún Hermann.

Lavigne giró la cabeza, apartó la vista de la línea con el comisario y volvió a mirar al frente, con un rostro por el que cruzaba un gesto de preocupación. Se encontró de nuevo con la luna entre rejas, más pálida, más apagada y transparente.
–Quiero saber de qué se me acusa.
–Pues mira, majo, se te acusa de homicidio, de tenencia ilícita de armas y de atentado contra la autoridad. Que no se te olvide que disparaste un par de veces contra los agentes mientras huías.
–Lo hice al aire.
–Yo no estaba allí, el informe dice que disparaste y el juez va a leer el informe, como el menda.

Lavigne entendió que la cosa se le estaba complicando.
–Tenemos dos testigos que aseguran haberte visto huir por las calles de la ciudad después del lío que preparaste en Puerta Obispo.
–Ellos estaban conmigo.
–¿Me quieres hacer creer que dos policías fuera de servicio eran cómplices y que los contrató Hermann?
–¿Cómo?
–Sí, ¿no lo sabías? Los hombres que has identificado como tus cómplices son agentes de la policía española.

Ahora sí que entendía lo que había hecho Hermann. Había utilizado la muerte de Christ para deshacerse de él.
–¿Quién es Hermann? -como si el comisario estuviese escuchando sus pensamientos.
–Ya se lo he dicho, es el secretario de Christ Halff en la Organización. Es su hombre de confianza, él nos contrató, a los agentes y a mí.
–¿Organización? ¿Qué Organización?
–No sé, pregúntenle a Hermann.
–¿Feder?
–Sí.
–Ya te he dicho que no existe, pero ¿por qué quería deshacerse de su jefe?
–No quería deshacerse -ante la nueva situación Lavigne se mostraba con más ánimo de responder a las preguntas.
–¿Entonces?
–Ya se lo he dicho antes.
–Quiero escucharlo de nuevo.
–Christ pidió a Hermann que le hiciera desaparecer tras la muerte de su esposa.
–¿Quién es su esposa?
–No lo sé, no sé cómo se llama, está muerta.
–¿La mató usted?
–¡Mon Dieu! -dijo Lavigne.
–Y dígame, ¿para qué querría un filántropo, un benefactor de las artes, contratar a un sicario para que le matara en la calle? Explícamelo porque no logro entenderlo.
–No lo sé, pregúnteselo a Hermann.
–¿Quién es Hermann?

Lavigne miraba incrédulo al comisario, como si estuviera viviendo un bucle sin principio y sin final.
–No lo sé.
–Me parece la mejor respuesta de todas las que has dado. Creo que te han entregado por algún error que has cometido, quizás por lo de Nigeria. Lo he leído en tu expediente. Aún está calentito. Lo de Nigeria ¿Te apetece un café?
–No.
–La gente del gobierno es vengativa y ocultan sus miserias detrás de sus trajecitos, sus despachos inmaculados y sus corbatas de seda. Son unos tíos finos. Y la mierda se la echan a tipos como tú y como yo.
–Como usted quiera.
–No eres tan inteligente como piensas.
–De acuerdo y ¿qué gana usted con saber eso? –Lavigne se había vuelto hablador de repente.
–Te diré lo que pienso.
–No me interesa.
–Te lo diré de todas maneras.
–Me lo temía.
–Tranquilo, te va a sobrar el tiempo. Escucha con atención. Es muy probable que un hombre que dice llamarse Hermann y trabajar para una Organización, un pequeño gobierno de un país que carece de fronteras, un grupo financiero, lo que tú prefieras, te contrata para que te deshagas del señor Halff, e incluso te hace creer que con el consentimiento de un hombre agotado de vivir y que no desea un futuro sin su esposa y al que no le gusta la vida que se le plantea de soledad y enfermedad y quizás otras terribles miserias. Lo que se te ocurra.

Lavigne le miraba con algo de incredulidad pero pensando que quizás fuera cierto todo lo que le estaba diciendo.


En la entrega de mañana Jean Louis se reúne con Marie y juntos descubren los cuadros de la lista Gurlitt desaparecidos durante la II Guerra Mundial.
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