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Un instante peligrosísimo

19/10/2020
 Actualizado a 19/10/2020
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A medida que se adentra el otoño, con sus fríos y sus lluvias, a medida que nos va invadiendo una extraña melancolía, la realidad áspera y monocorde que se ha instalado ahí fuera nos empieza a resultar peligrosamente familiar, absolutamente doméstica. Puede que acostumbrarse a lo bueno no traiga buenas consecuencias, pero lo que es seguro es que no hay nada peor que acostumbrarse a lo malo, resignarse, que también se dice, sentir compasión por nosotros mismos. No es sinónimo de rendirse, no digo eso, pero se parece mucho al desánimo, al hartazgo, como si la insatisfacción se hubiera enquistado en nosotros y llevara camino de hacerlo definitivamente, o, al menos, por un largo periodo de tiempo.

Esta grisura que nos envuelve se está traduciendo en un declive inexorable, muy fácil de observar, un declive que tiene que ver con el aumento de peores condiciones de vida de la gente, con la tensión que se palpa en todas partes, con la gran e inexplicable batalla política, con la globalización de formas cada vez más autoritarias de entender el mundo. Hay distintos niveles de hartazgo y de insatisfacción, sin duda alguna, pero en realidad todos nos afectan en mayor o menor medida, y no todos parecen ser la consecuencia de la pandemia, sino que han sido agudizados por ella. Estas aguas revueltas han levantado lodos, remueven una y otra vez el fondo de la vida contemporánea. Sin embargo, muchas de estas situaciones indeseables ya estaban en camino, ya se fraguaban, no son nuevas. Simplemente, la pandemia ha arrastrado esos lodos del fondo a la superficie con mucha más velocidad. Y ahora, todo es oscuridad y barro a nuestro alrededor.

Sorprende con qué rapidez se ha deteriorado la vida en este tiempo que más de una vez se dibujó, con palabras ampulosas, como el comienzo de un futuro esplendoroso. Está muy claro que los seres humanos somos capaces de lo mejor y de lo peor, que el límite entre el éxito y el fracaso es fino como una hoja de papel. Y que nada de lo que considerábamos ganado es de verdad para siempre. La realidad cambia, las fuerzas que dominan el mundo, no todas evidentes, producen un brutal oleaje que no siempre es previsible, ni mucho menos controlable por los ciudadanos. Que el virus nos haya complicado la vida es algo que no podemos evitar, al menos por ahora, pero es curioso como esta circunstancia no ha hecho más que agudizar otros males, algunos de forma directa, y otros, quizás, a causa de esa fragilidad que nos desnuda, esa confusión que nos envuelve y nos hace enormemente vulnerables. Tal vez sea la única lección positiva de todo eso: la conciencia de que nuestra superioridad en el planeta es discutible, la certeza, cada vez más clara, de que no tenemos exactamente la sartén del futuro por el mango.

Como nos enseña el dicho, cada vez tenemos más la sensación de que a perro flaco todos son pulgas. Pero el perro flaco no es ya solamente lo más cercano, lo doméstico, aunque es ahí donde finalmente se advierten las carencias, sino que parece algo global, algo generalizado, como si, además de la epidemia vírica, otras muchas se hubieran desatado, antes o después, y quizás mucho más difíciles de controlar. Porque tengo la sensación de que, si bien va a resultar difícil erradicar el coronavirus, no es menos cierto que hay algunos males en marcha para los que veo imposible encontrar vacuna: son males de la mente y del corazón, y los virus van desde el del autoritarismo al de la censura, pasando por la inoculación permanente del miedo y el odio, junto al contagio que provoca el engaño no tan sutil de la manipulación y la propaganda. Lo que estamos viviendo se parece cada vez más a uno de esos momentos históricos en los que las circunstancias parecen confabularse para complicarlo todo, para hacernos ir cuesta abajo, para provocar un caos del que resulta muy difícil salir indemne.

He leído en algunos lugares que los ciudadanos anónimos también tenemos que culparnos por lo que pasa. En último caso, en los países democráticos, la soberanía reside en el pueblo y, aunque sea cómodo, no podemos considerar siempre que el infierno son los otros, y que los males nos vienen de arriba. Nadie renuncia a su cota de responsabilidad, especialmente ahora, que debemos cuidar y cuidarnos, y creo que la mayoría de la gente así lo hace, en silencio y sin dedicarse a presumir por ello. Pero que el presente nos está mostrando una crisis de liderazgos políticos es algo indiscutible. Liderazgos mundiales, salvo alguna excepción, desde luego, lo que complica todavía mucho más las cosas. Una tormenta de descrédito se ha ido imponiendo en los últimos años, desatada, como ya hemos escrito aquí otras veces, por aquellos que no quieren saber nada del conocimiento ni de la cultura, sino que abogan por un pragmatismo irreflexivo y simplón, que es una forma cómoda de no tener que discutir en profundidad sobre nada.

Vivimos un instante peligrosísimo que, eso sí, sólo los ciudadanos anónimos podemos revertir. La creencia ciega en líderes que se publicitan utilizando los mismos mecanismos de márquetin de cualquier producto, que basan su popularidad en esquemas elementales de propaganda, en eslóganes de diseño que poco o nada significan, ha provocado, seguramente, esta crisis política global, alimentada en no poca medida por las circunstancias que nos rodean. Hay pruebas evidentes de que el mundo necesita volver a conceptos decisivos para la convivencia que parecen olvidados, que incluso se desprecian con insolencia. Esta filosofía de lo acusatorio, que todo lo tensiona y empobrece, esta tendencia a dividir y a buscar posiciones enfrentadas, creyendo que así se demuestra mejor la valía propia y las carencias ajenas, sólo son procedimientos mezquinos de debate, objetos de márquetin, que suelen conducir, como es evidente, a la polarización y al enquistamiento de los problemas. Es necesario sacar del contexto mediático esta forma de afrontar la acción política contemporánea, porque ese contexto potencia la propaganda, la simplificación, el maniqueísmo, y, finalmente, provoca que la política se alimente de sí misma, se convierta en su propio objeto de deseo.

En fin, nada que no hayamos advertido en otras muchas ocasiones. Mientras el otoño y la pandemia crecen, la vida cotidiana es cada vez más desabrida y triste. Hay una sensación de permanente degradación, y eso ocurre a varios niveles. Sin duda estamos haciendo muchas cosas mal, por más que la situación sanitaria, hay que reconocerlo, sea muy difícil. En momentos así, es necesario apostar por lo que nos acerca, nunca por lo que nos separa.
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