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Tú bien, ¿y yo?

24/09/2020
 Actualizado a 24/09/2020
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Esta mañana otra vez:
—¿Qué tal?
—Tú bien, ¿y yo?
Con más guasa que dislexia, el cachondo de Martín siempre me da los buenos días así cuando entro en su banco. Una contestación que ya le he recomendado que patente, pues es seguro que se pondrá de moda en los próximos años. El ‘tú bien, ¿y yo?’ es el saludo por excelencia de las épocas de crisis. Que nadie está contento con su suerte es un principio universal de las relaciones humanas que se vuelve máxima cuando regresan las siete vacas flacas.

Todos tenemos tendencia a relativizar los problemas de los demás y a magnificar los propios. Una muela del juicio en ciernes, el doble ‘check’ azul de la persona que te gusta o un cambio de turno en la oficina cuando ya habías hecho otros planes. Cualquier contratiempo puede resolverse con una frase de Paulo Coelho si quien lo sufre es el prójimo o convertirse en una tragedia griega si es contado desde la primera persona del singular. Nunca tanto como ahora, en tiempos de cancelaciones, de cuarentenas, de Ertes.

Pero no nos engañemos. Problemas tenemos todos y, aunque en mayor o menor grado, nunca hemos dejado de tenerlos. Hay derecho a quejarnos de nuestras miserias faltaría más, pero en una época en la que casi todo hijo de vecino cuenta con motivos para hacerlo es prácticamente un deber cívico ahorrarse los lloriqueos. Decía Benedetti, en estos días centenario, que lo cursi es andar siempre con el corazón en la mano. «Al que llora todos los días, ¿qué le queda por hacer cuando le toque un gran dolor?». Con lo de lamentarse sucede parecido.

Después de demostrarse que no hemos podido salir, ni fuertes ni lo contrario, y que como sociedad tenemos lo que nos merecemos, solo queda que volver la vista a las interacciones de individuo a individuo. A la empatía en pequeñas dosis administrada en las relaciones cotidianas, única vacuna contra la pérdida generalizada de entusiasmo. A estas alturas de un año impreso en escala de grises, supongo que todo esto suene a cantinela naíf. Sin embargo, ponerse en el pellejo del otro, aunque solo sea de quien tenemos más cerca, es lo único que nos puede salvar de un mundo febril en el que un ‘¿y yo?’ sea la pregunta y la respuesta para todo.
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