23/08/2020
 Actualizado a 23/08/2020
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Si atendemos a la trascendencia de muchos sucesos que vivimos, lo mínimo que debería esperarse es que fuesen explicados con un lenguaje de semejante magnitud, básicamente porque eso significa que los pensamos con intensidad y decidimos sobre ellos al menos con suficiente equipaje mental. Pero no, tanto da que se trate de la enfermedad y sus entornos, de la situación económica y laboral, de asesinatos machistas o de trastornos climáticos, cualquier declaración oficial se construye a base de lugares comunes. Los más repetidos en esta temporada son además particularmente horrorosos: «no bajaremos la guardia» y «no nos temblará el pulso».

Lo más terrible del empobrecimiento del lenguaje en esta época es el cansancio de pensar o su directa negación, lo cual se descubre con suma facilidad detrás del vestuario de tópicos que adorna el mundo del periodismo y de la política, desde donde saltan a la calle para convertirse –nunca mejor dicho– en moneda común. Quizá por eso es la nuestra una expresión verbal sin consistencia, construida mediante ideas huecas, prejuicios con apariencia y sonoridades vacías. Algo de lo que nadie está libre, por muy alerta que se pretenda estar para evitar deslices. ¿Cuántas veces si no, para no decir nada, hemos hecho uso de frases como «Todas las opiniones son respetables», «Condenamos la violencia, venga de donde venga» o «Respeto sus ideas, pero no las comparto»?

En fin, ese es el estado de la principal herramienta con la que nos enfrentamos al mundo y a su transformación, a sus desdichas y a sus bonanzas, a sus venturas y a sus realidades. Con todo, lo más sorprendente de todo ello es que el lenguaje siga mostrándose vivo, audaz a veces y bello en otros momentos. Motivo último que permite al escritor Fernando Aramburu afirmar que «es admirable la fortaleza de la lengua española. Ha logrado sobrevivir al trato diario que le dispensan los españoles». Seguramente y con las cautelas debidas, puede extenderse la sentencia a cualquier otra lengua.
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