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Todo se ha complicado mucho

13/06/2022
 Actualizado a 13/06/2022
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Hay una sensación acuciante de que las cosas, así, en general, se han complicado mucho. El mundo puede variar a más velocidad de lo que nos imaginamos. Mucho más hoy en día, sujeto, al parecer, a un vértigo raro. Todo fluye, pero no necesariamente en la buena dirección. Pensábamos que el futuro implicaba solidez, un escenario previsible, coherente, y estamos descubriendo que de eso no hay nada. Al contrario, todo es más líquido, todo es más volátil. Y la inseguridad y la incertidumbre no dejan de aumentar.

Quizás lo que sucede es que el futuro estaba (o está) muy sobrevalorado. Y también el presente. Igualmente, nuestro deseo de que todo sea previsible y organizado: los gobiernos suelen vender eso a sus ciudadanos, y sobre todo las compañías de alarmas, pero sabemos que es un deseo vano. Todo está sometido a fuerzas y giros imprevisibles, y, bien mirado, no está tan mal que sea así. ¿Prefieren un mundo controlado y cuadriculado? No faltan intentos: ahí están los nuevos robots que pronto decidirán por nosotros. ¡Incluso escribirán novelas! (Siempre se quiso sustituir al escritor incómodo, tantas veces, para el poder). Ahí está la gran promesa de la seguridad absoluta y gozosa, tan absurda y pueril como arriesgada. Países que hacen del reconocimiento facial, incluso en las calles, una herramienta poderosa. El pretexto siempre es el mismo: ¡su seguridad! ¡Todo es por su bien, amigo!

Está bien que las sociedades organizadas no muten poco a poco en sociedades neoautoritarias. ¿Está pasando? Tal vez. Y lo grave sería no reaccionar a tiempo. ¿Qué significa que las democracias están amenazadas? Significa que nuevas ideas simplistas son aceptadas por los ciudadanos de una manera pragmática, poco profunda, sin su concurso y sin su opinión, simplemente porque algunos políticos consideran que así esas sociedades estarán más organizadas, es decir, más vigiladas, y serán más previsibles. ¿Puede esa forma de organizar una sociedad considerarse propia de una democracia? ¿Debemos rendirnos ante el lado más oscuro de la tecnología?

La deriva internacional, sin duda preocupante, nos está revelando que las cosas están sometidas a cambios imprevistos, incluso en este mundo, en apariencia, tan organizado. Por ejemplo, la guerra en Ucrania ha desmantelado muchas de las certezas que teníamos, especialmente en el corazón de Europa.

Acostumbrados a contemplar las guerras en la distancia geográfica, y, reconozcámoslo, a olvidarnos de ellas con rapidez, empezamos a pensar que una guerra en Europa sería imposible en pleno siglo XXI. No porque el siglo esté siendo un camino de rosas (más bien todo lo contrario), sino porque contábamos con la terrible experiencia del siglo XX, trágico en Europa y en otros lugares, y confiábamos en el buen tino del ser humano (sí, ya sé que es mucho confiar), en la racionalidad y en la mejora de la educación, que nos habría hecho más conscientes de lo prehistórico que resulta matar a tus semejantes. En fin: ya podemos ir abandonando todas esas certezas. Seguimos matándonos como entonces.

Es verdad que siempre ha pesado sobre nosotros la amenaza segura, incluso inminente, de un futuro sin petróleo y, sobre todo, sin agua. Con aire distópico (cada vez más de moda), muchas novelas recogieron cómo tarde o temprano unos nos levantaríamos contra otros, cuando los recursos escasearan, cuando la naturaleza se sublevase contra nuestro dominio feroz, cuando el agua empezara a valer más que el oro, y fuera más difícil de encontrar que el propio metal precioso. ¿Estamos ya en un momento semejante a este?

No exactamente. Aparentemente los motivos de las guerras (y la invasión de Ucrania es un buen ejemplo) siguen teniendo objetivos políticos, fronterizos, identitarios… como hace cien años. Pero sabemos muy bien que hay que ir mucho más allá de lo aparente. Observen que es la energía, el gas, el petróleo, el arma más relevante de esta guerra en Europa. De alguna forma, al desarrollo bélico en territorio ucraniano hay que unir otros factores de más amplio espectro que se proyectan hacia los países cercanos al conflicto, hacia los no tan cercanos y, finalmente, hacia todo el planeta. Las repercusiones son extraordinarias, como si se tratara de un efecto dominó.

¿Es este el verdadero objetivo? ¿Estamos, en realidad, ante una reconfiguración de los equilibrios internacionales, ante el intento de cambiar el orden global mediante la introducción de elementos desestabilizadores que, iniciados localmente, tengan sin embargo consecuencias de mucho más calado? No se me ocurre nada más parecido al renovado concepto de geoestrategia. Y también, nada más parecido a otro concepto en alza, el de las zonas de influencia. Los vínculos, históricos o sentimentales, volverían a sustituir así a las relaciones diplomáticas y políticas más racionales y sensatas, haciendo que los países se unieran por afinidades patrióticas (reales o no), o identitarias, no tanto por su defensa de la democracia y los valores propios de una sociedad avanzada. No es que los intereses, de cualquier tipo, no hayan estado siempre ahí entre las relaciones de los países. Pero si de pronto empieza a prevalecer el valor emocional sobre el valor racional en política, todo será todavía más imprevisible y caótico.

La defensa de la idea de la democracia en Europa es loable, y ha de ser el ADN de la Unión Europea y un ejemplo para el mundo. Pero Europa está sufriendo tensiones de todo tipo, y muchas vienen de su dependencia energética. Si las guerras del futuro no han llegado aún, esta se le parece mucho. Poco a poco, sin que la muerte y la destrucción hayan desaparecido en Ucrania, la economía ha tomado las riendas. El gas y el petróleo, junto a los cereales, han pasado a ser arma de guerra, aprovechándose de las debilidades de Europa. Primero, ha servido para dividir a la sociedad europea (aunque mucho menos de lo que cabría pensar), y por otro ha atacado a la Unión en un momento difícil, tras el ‘brexit’, tras la crisis, con asuntos pendientes como la emigración, y, desde luego, ha provocado una inflación muy peligrosa.

Y, de pronto, la crisis ha llegado al Mediterráneo, con el encontronazo, al menos diplomático, entre Argelia y España, tras el giro español sobre el Sahara. Hay quien cree que el asunto energético está llevando los problemas del clima a un segundo plano. Y la amenaza del arma nuclear ha vuelto a nuestra sociedad, sin disimulos, con ecos de un pasado terrible que creíamos superado. ¡Se diría que la Ley de Murphy está funcionando a pleno rendimiento! Sí, tenemos que reconocer que todo se ha complicado mucho.
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