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Todas las metáforas del mundo

25/11/2018
 Actualizado a 17/09/2019
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Ante el desmesurado crecimiento del ejército de los indignados, especie con la que todos coqueteamos en alguna ocasión pero en la que hay quien milita de forma permanente, ya no podemos ni hablar del tiempo tranquilos. En todo lugar, en todo momento, hay siempre un indignado de guardia. La política se cuela hasta en las conversaciones más recurrentes, no nos quedan ya refugios ni en los ascensores ni en las salas de espera, y, aunque quieras despachar al vecino con un «se está poniendo frío», terminas discutiendo sobre las calefacciones de carbón, el cierre de la centrales térmicas y el Ministerio para la Transición Ecológica. Entre todos los fenómenos meteorológicos, la nieve es sin duda el más politizado. Cierto es que los rayos del sol fueron fiscalizados por el anterior gobierno y que la lluvia, en esta tierra, puede inundar hasta el victimismo leonés, por aquello de que «si este agua de verdad fuese buena, estaría cayendo en Valladolid»; cierto es que el viento igual que trae el empleo se lo lleva y que un impertinente anticiclón nos puede disparar la factura de la luz; pero no hay nada que tense tanto las costuras de la política como la nieve. La nieve tiene la capacidad de asumir todas las metáforas del mundo. Para empezar, encarna perfectamente el espíritu del centralismo, ya que los telediarios dicen que tenemos que abrigarnos en toda España cada vez que caen cuatro copos en Madrid. A nuestros representantes políticos les gusta tanto la nieve porque es un problema que no generan ellos y, en cambio, sí pueden aportar remedios, al contrario de lo que pasa con el resto de lo que nos rodea, donde se nos venden como soluciones a problemas que ellos mismos han creado. Si nieva un poco, ya mandan una nota de prensa pidiendo que abran las estaciones de esquí. Este invierno que el deshielo nos traerá mítines y urnas, no habrá sal suficiente en todo el mar porque vamos a estar todos muy preocupados por que las carreteras estén despejadas. Veremos a alcaldes conduciendo quitanieves, repartiendo entre los vecinos alimentos, medicinas y, de paso, papeletas, y a los aspirantes al cargo criticando la calidad de los fundentes. Veremos a los indignados de guardia exigiendo que les despejen el camino para volver a casa aunque salieran de ella sin cadenas, y veremos también a indignados cargados de razón a los que nadie hará demasiado caso. A poco que hiele, la nieve dura más que los enfados. Esta semana el Ministerio de Fomento ha impuesto una multa a la concesionaria de la autopista a Madrid por el caos que ocasionó la nevada de la pasada noche de Reyes, una multa que asciende a la friolera de 15.000 euros, lo que, haciendo cálculos, es menos de lo que la empresa ingresa en una sola hora. Eso sí que parece un motivo más que suficiente para movilizar al ejército de los indignados, aunque no se ve movimiento en los cuarteles y de lo que se habla en cambio es de quitar los peajes de las autopistas... para ponerlos en las autovías. La nieve es muy bonita desde la ventana, dice siempre mi madre, que le iba abriendo camino a los panaderos para llegar a la escuela. Lo que es seguro es que ya ni siquiera la nieve, secuestrada también por la política, nos va garantizar ese maravilloso silencio que se intuye desde la cama, antes de levantar la persiana, así que habrá que ir a buscarlo, sea donde sea, poniendo las cadenas si hace falta para salvar los puertos o espalando indignados para sortear todos esos debates tan sobados, porque se hace cada día más necesario.
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