11/06/2022
 Actualizado a 11/06/2022
Guardar
Quien más, quien menos, todos tenemos manías. Deberíamos reconocerlo. A algunas personas les cuesta aceptarlo, pero cada ser humano posee genéticamente cierta predisposición a obsesionarse con algo. El problema llega cuando esa obsesión se convierte en trastorno y no nos permite vivir como si nada, trastoca nuestra conducta, nos impide avanzar y realizarnos.

Por defecto, la sociedad suele disfrazar todo lo que no considera ‘normal’ y cada individuo, en su condición de ciudadano lucha contra viento y marea hasta integrarse y ser considerado un tipo extraordinario dentro de lo común. Muy pocos aceptan que los miren raro, les preocupa en exceso que se les pueda considerar estrafalarios, excéntricos o aún peor, locos. La palabra ‘loco’ tiene connotaciones peyorativas casi siempre y sólo se juzga con piedad a quien llegue a ese estado por amor o genialidad; sin embargo, todos lo estamos un poco porque una pizca de locura es necesaria, hace la vida soportable y muy pocos lo están más allá de la frontera invisible. Además, si hace unos años teníamos derecho a desarrollar ciertas manías hasta supuestos razonables, la pandemia y sus costumbres han ampliado los límites. El pánico les ha proporcionado banda ancha. ‘Llamadme loco, pero yo duermo con la mascarilla puesta’, podría afirmar cualquiera y nadie lo miraría de reojo, el miedo nos ha vuelto incomprensibles. Anoche, cuando me asomaba a la ventana para fumar mi último pitillo del día pude ver a un hombre paseando a su perro con una FFP3 súper homologada que lo mantenía más a salvo que un bunker soviético, cero personas en un kilómetro a la redonda. Me pareció absurdo, pero ay, amigo, el miedo es libre. ¿Recuerdan la divertida comedia de Vicente Villanueva en la que cada loco vivía con su tema y todos se curaban entre sí? Pues eso, que las fronteras, si existen, ¿quién las marca?. Si me preguntan, yo les diría lo mismo que Dalí: «Mi locura es sagrada, no la toquen».
Lo más leído