21/09/2020
 Actualizado a 21/09/2020
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Uno de los juegos de aquella infancia campesina en el curso medio del Astura era aquel en el que se enfrentaban dos, un niño y una niña, en esa etapa de pre primera comunión, alrededor de los 7 años. Consistía en arrancar los capullos, aún cerrados, de las amapolas tiernas, e ir quitándoles la piel para ver de qué color era el cogollo de sus futuras hojas. Se le preguntaba al oponente qué elegía: Monja, fraile o titiritaile. (Rosa, roja o blanca) La apuesta solía ser un beso. Lo daba quien fallaba. De aquellos besos se vivía, de aquellos primeros ensayos de felicidad.

Dice Jesús Fernández Santos, rememorando a Gaudí cuando comenzó a hablar con el obispo Grau, de Astorga, amigo suyo de Reus, de la construcción del palacio episcopal: «Como sus sueños cabalgaban más deprisa que las realidades». Y eso es lo que nos debía suceder. Nuestros sueños se nos adelantaban. Aunque fuéramos esclavos de la realidad, no dejábamos de jugar. Un beso no era sino una manifestación pura del azar.

Cualquiera te podía sorprender y amenazarte con contárselo al Sr. Cura que te negaría la comunión. El propio Escarpinones, que, como dice Salvador Espríu en un cuento titulado ‘Mariángela la herbolaria’: «Poseía el optimismo de quien se gana espléndidamente la vida» podía hacer su aparición y agarrarnos por el cuello amenazándonos con llevarnos a casa y delatarnos a nuestras madres sin piedad. No lo hizo jamás. Tal vez sabía ya lo que nosotros aprendimos después: que monja, o fraile, o titiritale, qué más da. Rosa, roja, o blanca, amapola es y será. Así aquella infancia, entre peligrosos juegos del azar. Pero, en todo caso, mucho mejor que la de estos pobres diablillos que este año, al entrar a clase, tienen que lavarse bien las manos y sujetarse la mascarilla y guardar una distancia suficiente como para no poder llegar a darse un abrazo de amistad.

Lo que sí se aprendía para siempre era a callar. Como dice Noemí Sabugal en el prefacio de su recientísimo y precioso libro ‘Hijos del carbón’ publicado por Alfaguara: «El lenguaje del silencio en las familias se aprende pronto». Pero aprender jugando dicen los pedagogos que es el ‘desiderátum’ y eso lo sabíamos entonces ya antes de hacer la primera comunión. Ninguno de aquellos niños reveló, ni siquiera bajo secreto de confesión, haberle dado un beso a ninguna de aquellas niñas que, vestidas de blanco, se levantaban del reclinatorio para recitar: «Como soy tan pequeñita, y tengo tan poquita voz, tan solo puedo decir: Viva la Madre de Dios» Monjas y frailes no hubo muchos. Titiritales siempre los habrá.
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