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Teoría y práctica del confinamiento

16/03/2020
 Actualizado a 16/03/2020
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Como todos, escribo desde el confinamiento. Nunca pensé en comenzar un artículo con frase semejante, pero así son las circunstancias desde hace unas horas. Porque uno recuerda aquellos confinamientos de las nevadonas. Aquellos inviernos, donde el regreso a casa desde los campos se hacía poderosamente urgente en cuanto caía la noche. Y luego, allá en nuestras riberas del Porma, que tanto nos construyeron, pasaban a veces días en los que tan solo bajar la escalera de casa suponía un esfuerzo ímprobo. Los confinamientos de la infancia ahora se dibujan en nuestra mente como luminosos instantes domésticos. Mi madre se afanaba en preparar arroz con leche, natillas, un roscón con nueces. La casa contenía el aroma delicado del amor y las golosinas. Y fuera, la nieve inmensa explicaba el confinamiento.

No fueron muchos días. En realidad, sólo en alta montaña se avituallaban de manera preventiva los lugareños, y almacenaban leña en los alpendres como en tiempo de batalla. Los arcones se hicieron populares. Recuerdo quien los mostraba con delectación, como un arma de resistencia extraordinaria. Más allá de la carne curada, de los chorizos endureciéndose con el frío, más allá del cerdo salvador que todo lo daba, los arcones trajeron el símbolo de la supervivencia, e incluso de la renovada abundancia. Ya podía caer nieve hasta cubrir las casas, ya podía desaparecer el relieve y las referencias del terreno, que todo el congelado serviría para resistir el mayor de los asedios. En casa no tuvimos, como no tuvimos otras muchas cosas. El tiempo en la vega baja no era tan inclemente, aunque el frío obligaba también a no traspasar el umbral. No teníamos toda esta electrónica, claro está, y en la infancia remota, aún con Franco vivo, sólo los días de radio llenaban el vacío.

Otros confinamientos tuve, no tan meteorológicos, sino derivados de la enfermedad. No tuve que afrontar un pabellón de reposo, como Cela (algunos críos de mi generación sí, porque la fragilidad era entonces mucho mayor que ahora), aunque sí recuerdo, entre nieblas, el largo encierro por el sarampión. Mi madre, solícita, colocó el celofán rojo a la bombilla y me mantuvo entre sábanas, como en el tiempo de catarros, convencida de que, cuanto más calor y más sudor, más segura sería la curación. Todas aquellas normas se revelaron pronto inútiles o incluso falsas, pero qué diablos, pertenecían a la tradición hipocrática de las madres. Con eso bastaba. Así se había hecho siempre. No me rompí nunca un hueso (toco madera), ni más asuntos que aquel sarampión endiablado (salvo unas paperas que pasé casi de soslayo) me mantuvieron en la soledad de la casa. Cuando venían a contarme lo de los pueblos aislados durante semanas por las nevadas, envidiaba aquellos confinamientos de cocina de leña, mujeres haciendo calceta (yo algo aprendí) y filandones, una maravillosa tradición que era más limitada lejos de las cumbres. Me resultaba mágica la posibilidad de suspender la realidad, anular los límites, parapetarse en el hogar, porque la casa es el castillo. Seguro que a los confinados no les hacía tanta gracia.

Desde este encierro sanitario contemplo ahora las calles desiertas. Quizá nunca pensamos que en toda nuestra vida nos alcanzaría esta visión: la de un país paralizado, detenido, no por una nevada, sino por un virus al que sólo los científicos ponen cara. La sombra del contagio convierte las calles en lugares huecos y fantasmagóricos. El vacío lo puebla todo desde hace unas horas. Pero la realidad está sucediendo, a pesar de este súbito silencio. Frente a las calles en las que ahora sólo se escucha el canto de los pájaros, en el vientre de los hogares retumban los informativos interminables, el continuum cada vez más pastoso de los hechos de la epidemia, las voces sin fin. Como nos decía el otro día el director de este periódico: corremos el peligro de no hablar de otra cosa.

La sociedad hiperconectada tiene en las tecnologías un buen instrumento para paliar algunos males del confinamiento, pero también el peligro, tantas veces comentado aquí, de la sobredosis de información. Conozco a quien lo ha apagado todo, hasta nueva orden. Espera encontrar aquellos viejos libros, dedicarse a la contemplación y a la lectura, como en un viejo monasterio. Así debieron ser las epidemias del pasado. ¡Hubo tantas y tan terribles! Me imagino la soledad de los que contemplaban el goteo de la muerte. Leo, ahora, de nuevo, pasajes del ‘Diario del año de la peste’, de Daniel Defoe, donde se da cuenta, diría que de una forma casi matemática (a pesar de que fue escrito mucho después), de la epidemia de 1665 en Londres. Son muchos los libros que hablan de pestes pasadas (Julio Llamazares citaba el otro día ‘El Decamerón’, donde un escenario medieval de muerte se convierte, a pesar de todo, en el lugar adecuado para contar historias erótico-festivas). Estos días muchos de estos libros, quizás con ‘La Peste’ de Camus al frente, aparecen entre los recomendados para recordarnos que todo el mal ha sucedido ya alguna vez y que nada, aunque nos lo parezca, es enteramente nuevo.

Es verdad que en las pantallas el miedo y el estupor se retroalimentan. Como sucede en otras muchas cosas en este tiempo, se diría que nos hemos hecho adictos al vértigo, incluso a la exposición detallada de los males que nos aquejan. Nada más lejos de mi intención que parecer un moralista, pero creo que esta crisis nos cambiará, aunque también sé que nuestra memoria es escasa. Debería cambiar nuestra percepción sobre las prioridades de los seres humanos. Llevamos ya demasiados años en los que la sociedad global se ha vuelto antipática, deseosa de repartir culpas y lecciones a los otros. Demasiado narcisismo y no poco egocentrismo. No creo en las lecciones del sufrimiento, porque soy un defensor de la alegría y de los placeres de la vida. Nada que ver con el sentimiento atrabiliario, ni con el miedo medievalizante al castigo por tanta soberbia, que tanto se usó en las viejas pandemias. Es algo mucho más terrenal, pero también fieramente humano. Este grave incidente sanitario que nos mantiene ahora confinados, seguramente aún sorprendidos de lo que nos puede pasar en apenas unas semanas, debería recordarnos la fragilidad de la vida, la estupidez de muchas de las enconadas peleas cotidianas, de las luchas de poder, de los vanos intentos de marcar distancias. Como en aquellas nevadas de la infancia, el virus ha venido para borrar los límites, las fronteras, las diferencias, y quizás nos obligue a pensar, ahora que al fin tenemos tiempo. Ojalá vuelva el prestigio de la alegría.
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