24/12/2020
 Actualizado a 24/12/2020
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A principios de este mes, murió Stefan. La vida de este hombre siempre me ha parecido digna de una película o de una serie de televisión, de esas que están tan en boga. Nació en 1921 en Hungría, país que acababa de perder la I Guerra Mundial y, en consecuencia, también perdió partes de su territorio en beneficio de Rumanía y Yugoslavia. Así, de pronto, nuestro protagonista, aunque húngaro por los cuatro costados, es rumano. No es hasta 1938 y 1940 cuando, merced al Primer y Segundo Arbitraje de Viena, Hungría recupera los territorios perdidos en el Tratado de Trianón, de 1920 y Stefan, ya con dieciocho años, vuelve a ser húngaro, en plena II Guerra Mundial. Luchó en la contienda con los alemanes de Hitler como aliados, y en enero de 1945, después de haber perdido Budapest, en la terrible batalla que destruyó la ciudad a manos de los soviéticos y que trajo la consiguiente instauración en el país de un régimen comunista, Stefan, en calidad de refugiado político, huyó a Suiza, dónde, pocos años después, conoció a Mali, emigrante española, natural de Vegas del Condado, y se casaron. Algo muy grave debió pasar, (seguramente el levantamiento de sus compatriotas contra los comunistas de 1954), para que abandonaran el paraíso suizo y dieran con sus huesos en los Estados Unidos, concretamente en la ciudad de Nueva York, donde nacieron sus dos hijos, Roberto y Spiro, y donde, finalmente y a tres meses de cumplir 100 años, ha fallecido. Toda su vida, como veis, estuvo marcada por una huida constante. Se refugió en USA porque sabía que allí no iban a llegar las huestes comunistas. Su vida demuestra también que, por muchas penalidades que te hayan tocado padecer, siempre prevalece el ansia de existir, de respirar un día más, de luchar para que la parca no se haga dueña efectiva de tú cuerpo y de tú alma. La misma peripecia vital de Stefan la sufrieron, también, miles y miles de españoles que tuvieron que abandonar su patria para seguir viviendo, también en aquellos años, pero por unas creencias diametralmente opuestas a las de él. Aquí se tuvo que ir, para librarse de la garra inmisericorde del General, la gente más preparada, los maestros y los intelectuales que odiaban cuanto representaba el Caudillo. Aquella fue una época terrible en Europa. Los extremismos, de un lado y del otro del espectro político, costaron, en quince años, cien millones de muertos. Los dos pensamientos querían mejorar la vida de los ciudadanos, pero, ¿lo consiguieron?, ¿valió la pena tanta desolación? No, evidentemente, no. Aquí, en España, por culpa de la guerra civil y de una posguerra de hierro, no se volvió a alcanzar el nivel de vida que teníamos en 1936 hasta bien entrados los años cincuenta. La gente vivió mucho peor, pasó más privaciones y calamidades por culpa de la guerra que sus padres y que sus abuelos, que, por cierto, las pasaban bien putas.

Escribo esto sabiendo que no soy un tipo del ‘extremo centro’, ese lugar idílico dónde los problemas son siempre de color de rosa. Simplemente creo que, en este momento de la historia, estamos cometiendo los mismos errores, los mismos pecados, las mismas estupideces que llevaron a la muerte y al exilio a una parte muy importante de los habitantes de Europa. Estoy hasta los huevos de que me quieran salvar, sobre todo porque yo nunca he pedido que nadie me salve. No necesitamos, ni ahora ni nunca, un caudillo todopoderoso que nos guíe con mano de hierro, ni un frívolo tonto el haba que mienta cada vez que habla... Y no queremos, (por lo menos yo), que se me eche la culpa de todo lo que ocurre, coartada que han usado todos los dictadores para acallar al pueblo. No, no somos ingobernables, ni anárquicos, (para nuestra desgracia), ni nos saltamos todas las leyes a la torera. Estas excusas, repito, las utilizaba el General para tenernos subyugados, y son las mismas que están utilizando los gobiernos de media Europa para atarnos corto en plena pandemia. La culpa, ya sabéis, siempre es de los demás. Los que mandan, no se sabe muy bien el cómo y el por qué, siempre intentan salir de rositas, aún en las situaciones más escandalosas.

Hoy, en plena navidad, un ciudadano no puede ejercer su derecho inalienable de andar por su país, porque, según ellos, seremos los causantes de más muertes y de más contagios, fruto de nuestra irresponsabilidad. Poco nos falta para tener que pedir un salvoconducto para ir de León a Madrid..., exactito a lo que ocurría en muchas partes de Europa, (por supuesto, también en nuestra patria), en aquellos dolorosos años. Stefan se rebeló contra estas tropelías y buscó una vida mejor lo más lejos posible. No me gustaría que nos sucediera también a nosotros.

Hoy, en nochebuena, más que nunca, salud y anarquía; y, tal como están las cosas, sobre todo anarquía.
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