Sobre héroes y viajes en tren

Por José Javier Carrasco

22/03/2022
 Actualizado a 22/03/2022
| MAURICIO PEÑA
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El 18 de julio de 1894 una Real Orden de la regente María Cristina disponía erigir en León una estatua a Alonso Pérez de Guzmán, Guzmán el Bueno, hijo de aquella capital, de tres metros y medio de altura. Se encargaría de su fundición el Estado en la fábrica de cañones de Artillería de Sevilla y sería el ministerio de Guerra quien facilitase el bronce. Quedaba así abierto el concurso entre escultores y arquitectos españoles para adjudicar las obras. Los proyectos debían presentarse a la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando para que eligiera los más idóneos; asimismo la Academia de Historia redactaría en castellano las inscripciones que expondría el pedestal. Se especificaba que la Diputación de León costearía el modelo en yeso de figura y pedestal y se establecía un plazo de tres años para la ejecución final del monumento.

La estatua se encuentra en el centro de la plaza de su nombre, en la que concurren las principales vías de lo que constituyó el proyecto de ensanche de 1904, que buscaba diseñar una ciudad más saneada, satisfaciendo las nuevas exigencias de crecimiento demográfico. En su configuración inicial, la estatua estaba rodeada por una verja que protegía un pequeño jardín circular. El pedestal, con varias leyendas, entre las que destaca la que recoge la rancia sentencia de Guzmán el Bueno al arrojar el puñal: «No engendré yo hijo para que fuese contra mi tierra», fue realizado por el arquitecto Gabriel Abreu y Barreda. La figura del héroe de Tarifa, fundida en bronce, la esculpió Aniceto Marinas. Si hubiera que adscribirla a un estilo, se diría que encaja con los presupuestos del modernismo. El cuerpo equilibrado de Alonso Pérez de Guzmán no gustó nada cuando se instaló la estatua; el «populacho» criticó acerbamente y airado la hechura sobria del monumento, lo que obligó a cubrirlo con un saco de arpillera hasta su inauguración el día 15 de julio de 1900.

En nuestros desplazamientos en ferrocarril al pueblo durante los veranos, a la ida y a la vuelta, mis padres y yo, cargados de bártulos, después de doblar la calle República de Argentina y pasar ante el edificio Arce, la emblemática casa del “coño”, dejábamos resbalar una mirada medio aturdida por la estatua de Guzmán. Era como acudir a la cita anual y obligada –no había otra alternativa viable a aquel recorrido desde nuestra casa– con uno de los símbolos característicos de la ciudad. La apariencia austera de la figura del héroe, anclado en su pedestal, me producía una impresión de fría despedida al irnos y de indiferente acogida al regresar. Se adivinaba en mi forma furtiva de pasar ante la estatua que no terminaba de comprender y aprobar su conducta. Yo miraba a mi padre y me preguntaba qué hubiera hecho en una situación parecida. Pero su expresión no me decía nada. Andaluz pragmático, pensaría, de pensar algo sobre aquella cuestión, que si Guzmán el Bueno no hubiera acabado entregando a su hijo carecería probablemente de una estatua.
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