13/04/2021
 Actualizado a 13/04/2021
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Desenfundaban las armas desde cualquier lado, cegadas por el polvo del desierto que levantaban las espuelas no aptas para la sequedad de ese oeste vaquero en el que Clint Eastwood siempre ganaba la carrera hasta la cartuchera. Y así se rendían cuentas en el salvaje oeste cinematográfico, a disparos que no sabían de dignidades ni de perdones. Esa creencia de ficción se recupera ahora como un mantra sin salir de la televisión. Con un verbo de bala al corazón, Ismael Álvarez, el acosador sentenciado de Nevenka, ambos protagonistas de un capítulo negro de la España caciquil, bajaba de su caballo y acariciaba la pistola en un escenario televisivo seleccionado para recuperar el discurso manido en el que enquistó su conciencia. El silencio había pasado de aliado a lastre para él cuando Nevenka habló, y expuso la fealdad de quien se sabía con la marmita del poder. Tal vez Álvarez recuerda cómo manejaba con soltura el bastón de mando de toda una ciudad. Tenía licencia de regidor y sembraba aplausos entre los suyos. Álvarez no lleva sombrero del viejo oeste ahora, solo una mascarilla que no le tapa la boca ni como consejo. Y el pistolero televisado escupe al suelo el tabaco negro que lleva tiempo masticando. Huele a rancio tras despellejar su lengua con él, un olor penetrante de hojas de veneno húmedas. Veinte años de intentar digerir esa infesta masa que solo consigue agobiarse de saliva caliente. Es su discurso de inocencia, entablillado entre barrotes de justicia que no han conseguido despegarse de lo que no era verdad. Las balas no marcan al culpable, por mucho que Álvarez sepa de disparos, pero sí las palabras, que vuelven como un boomerang a la boca de la que parten. In dubio, habla el reo y al escucharlo, la duda se resuelve. Respetar y perdonar no eran mandamientos en aquel oeste de acoso, de derribo… pero, fuera del cine, nos salvan como ese ser humano que el acosador dice ser. Tal vez nunca se pregunte si su víctima también lo es.
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