25/06/2019
 Actualizado a 15/09/2019
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En el cajón más destacado del pódium de prioridades vitales en una competición de sentidos pondría los ojos, en pareja y aunque sean cerrados, porque de esa guisa aportan la paz de saber que volverán a abrirse. El miedo a la ceguera me ha perseguido siempre en esas listas de elecciones que en territorio de desquicie le da a una por diseñar. ¿Qué prefieres, quedarte sin una pierna, sin un brazo, quedarte sin voz o perder los ojos? Y hasta Saramago apoya ese temblor al mirarse sin verse en esa tragedia de la ceguera, aún más si es expandida y metafórica. Es egoísta el miedo a no ver, porque tanto una cosa como la otra son propios. No ven los ojos más allá de lo que alcanzan otras miradas, aunque estas oteen un fundido eterno. No hay nubes sin ojos ni relojes de cielo para quien no puede ver, aunque sepa hacerlo. ¿O sí? Tenía que ser Prada el que planteara la duda desde esa otra cara de los sueños, en la que siempre se cumplen. El defensor de lo rural cuando la ciudad era la meta, el que supo hacer de lo propio orgullo de cuna, ahora quiere sentir incluso cojo de sentidos. Se puede mirar su palacio sin ver, latir con sus piedras al tacto, enamorarse de un vino acariciando su olor. Por eso, porque se puede, se suma a una visita ciega con todo por ver, aprendiendo de quienes conocen la arquitectura de la oscuridad. Invidentes que saben que es posible rellenar sentidos unos con otros y avanzar en otra manera de conocer, la que se salta el miedo a vivir sin ojos.
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