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¿Saturados de la política contemporánea?

26/10/2020
 Actualizado a 26/10/2020
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Ahora que ya tenemos el estado de alarma encima, junto al toque de queda que se extiende en realidad por toda Europa, y con la experiencia acumulada de varios meses, incluyendo los cierres perimetrales y todo lo demás (son tantas cosas que resulta difícil llevar cuenta exacta de todo), uno empieza a preguntarse si en el día a día de los ciudadanos debe pesar más la política, cada vez más omnipresente a través de las pantallas que todo lo iluminan, o nuestra vida personal e íntima, nuestra búsqueda intransferible de la felicidad.

Es cierto que esas grandes decisiones que nos atañen, como el estado de alarma, provienen de la política, y sólo desde ella pueden tomarse. Con la participación de los científicos y los expertos, a quienes por fin parece que se les hace un poco de caso. Ha tenido que venir un virus formidable, un virus que nos está complicando extraordinariamente la existencia, para que algunos se hayan percatado de que una sociedad no va a ninguna parte si no se invierte lo suficiente en conocimiento e investigación. Pero, por supuesto, nadie puede asegurar que en el futuro, superado este gravísimo escollo, no volvamos a las andadas. Este es un buen momento para preguntarnos si no habremos sobrevalorado nuestras capacidades como país moderno, quizás por un exceso de confianza, o incluso de arrogancia, algo que no es tan extraño en las sociedades desarrolladas. Comprender y admitir nuestra fragilidad no es tan mala cosa, después de todo.

Sin embargo, ya ven que en los años previos a esta pandemia comenzó a desarrollarse un fenómeno político global, que sigue vigente, que consistía en denigrar a los intelectuales, abominar de todo lo que tuviera que ver con el conocimiento que, según estos nuevos iluminados, sólo servía para complicar las cosas y para engañar a la gente corriente. Jamás pensé que el futuro nos tenía reservado algo así: el advenimiento de unos nuevos autodenominados líderes que encontraron en el elogio (directo o indirecto) de la ignorancia la fuente nutricia de su éxito político. Quizás porque ellos se identificaban con esa ignorancia (es decir, admitían abiertamente, incluso con orgullo, su escasa preparación). El resultado ya lo conocen: el mundo se ha ido polarizando más y más, especialmente en algunos países, que parecen divididos exactamente al cincuenta por ciento. Las tensiones no han dejado de crecer, porque los nuevos líderes, que pretendían arreglar el mundo en dos tardes, se caracterizaban por emplear un lenguaje deliberadamente agresivo y ramplón, además de intimidatorio y, digámoslo, muy autoritario. Ese lenguaje que creen que entendemos mejor, lo que dice mucho del concepto que tienen sobre nosotros. Pensábamos que el futuro nos depararía más sensibilidad, más empatía, y resulta que de pronto todo parece girar hacia posturas prehistóricas, convirtiendo nuestra vida en una batalla verbal absurda, pueril, a la que asistimos estupefactos, para comprender más tarde que no tiene nada que ver con nosotros. Sólo se trata de la batalla formidable del poder.

Pensaba en eso estos días, mientras los cierres perimetrales se multiplicaban, contemplando con un ojo la campaña electoral por la presidencia norteamericana y con otro el creciente enconamiento de nuestra vida política. Es posible que nada resulte comparable a la ‘performance’ que Donald Trump acostumbra a llevar a cabo a través de las redes sociales y de sus propios discursos. Seguramente ese afán por imponerse en el contexto mediático, por utilizar técnicas aprendidas en la televisión para convencer al electorado, no sea algo tan habitual en Europa, ni tampoco en nuestro país.

Pero, cada vez más, la política parece viajar por esos territorios de la contienda dialéctica sin concesiones, eso que algunos comparan con la lucha en el barro, o con la pelea a garrotazos de Goya. O, ya puestos, con esos encontronazos teatrales de los programas de telerrealidad, tan risibles, que parecen un modelo para algunos. Trump ejerció modales de ese jaez en su primer debate (en el segundo ya le avisaron de que las encuestas iban francamente mal…, y creo que al candidato que no tenía turno de palabra se le cerraba el micrófono…). Pero no es exclusivo de Trump: es una forma de hablar que cotiza al alza, porque se basa en la imposición de las ideas, sin más, en el ‘porque yo lo valgo’, y sobre todo en la creencia de que hay verdades absolutas (siempre las propias, claro) que no se pueden cuestionar.

Esta es la atmósfera política que se ha ido generando en los últimos años: todo ha germinado en este siglo XXI, buscando el descrédito de la reflexión, de la profundidad, elogiando a los que son capaces de dividir, de tensionar, creyendo que en la división siempre está la victoria, y sin calcular los daños terribles que pueden sufrir las democracias y los que vivimos en ellas. Todo este ruido, del que tantas veces hablamos, es inadmisible, pero, sobre todo, es muestra de una bajísima calidad dialéctica, de una pobreza intelectual muy grave, y de una falta de respeto por los ciudadanos, que se portan bastante mejor (a pesar de sufrir las inclemencias de todas las tormentas en carne propia).

Hace ya tiempo que se ha empezado a denostar a los que no muestran una radicalidad intratable en sus planteamientos. La búsqueda de consensos y de empatías son para algunos la señal evidente de un buenismo despreciable. Los matices están mal vistos, porque propenden a la relatividad y a la comprensión de opiniones muy dispares. Quieren que decidamos entre contrarios, entre posturas enfrentadas o maniqueas, como si el mundo fuera así. Nuestra misión es alejarnos de una visión autoritaria de la sociedad. No puede permitirse, en este siglo XXI, que los días pasen envueltos en un ruido feroz que se alimenta de sí mismo, que crece por encima de nosotros, hasta el punto de que nos convertimos en espectadores, como en la telerrealidad.

La política es necesaria, pero me pregunto si no nos habremos convertido en el objeto del deseo (como audiencia, sobre todo) de una política teatral que elabora sus relatos y nos los lanza una y otra vez, con una verborrea imparable. Una política de escenarios y micrófonos, de redes sociales, de cámaras y pantallas, de argumentarios y narrativas, que parece flotar sobre la realidad real, que se refiere a ella con una estética que parece más propia de la ficción. O de la publicidad. ¿Estamos empachados de esta política contemporánea? ¿Estamos saturados de este discurso agresivo y feroz? ¿Cambiará la cultura del acuerdo y la moderación tras el discurso de Casado en la moción de censura?
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