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Salvar la Navidad o salvarnos nosotros

21/12/2020
 Actualizado a 21/12/2020
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Ya ven que tenemos la Navidad a tiro de piedra, porque todo llega. Apenas quedan unos días, más temidos que nunca. Al tiempo entra el invierno, no sólo en el calendario, sino en los huesos. Yo soy muy invernal (en realidad, me gustan todas las épocas del año) y me he criado, como tantos en esta provincia, rodeado de nieves, que ahora vuelven a mí como nieves antiguas.

Así que no me parece mal un poco, o un mucho, de frío, ni esos paisajes blancos que afortunadamente aún regresan. Con la gran amenaza climática que tenemos encima, que es el asunto más grave de todos (y no hay pocos en la agenda), casi me alegro de que crezcan los fríos, que, como las nieves, también parecen de antaño. La emergencia climática es, en efecto, el asunto al que los políticos deberían dedicar todos sus esfuerzos, en lugar de marear otras perdices quizás más vistosas o mediáticas, pero menos trascedentes (nada es más trascendente que salvarnos y salvar el planeta, y me parece que algunos aún no se han enterado de la urgencia. Cuando se enteren será demasiado tarde, si no lo es ya).

La Navidad forma parte de nuestra tradición, seas creyente o no lo seas, lo celebres mucho o poco. Forma parte del decorado y del ambiente, también tiene su lado consumista, quién lo duda (y, tal y como está la economía, no estaría mal que mirásemos un poco hacia el maltrecho comercio local, por mucho que esta sea la edad de la globalidad). Es decir, resulta prácticamente imposible ignorar o evitar la Navidad, incluso a pesar de las medidas restrictivas que se han agudizado en las últimas fechas. En realidad, hay una especie de contradicción entre ese eslogan (también vivimos una época de eslóganes), ‘salvar la Navidad’ y lo que la realidad nos permite hacer. No sé si podremos lograr un equilibrio entre ambas cosas. Más bien creo que tendremos que intentar salvarnos nosotros, y la Navidad, pues ya se verá.

Yo, más por nostalgias y recuerdos infantiles y por esa memoria de la nieve, soy bastante navideño, pero no por eso creo que tengamos que hacer lo de siempre, si las condiciones no son las de siempre. Hay un intento de mantener el gran decorado de fin de año, esa normalidad, digámoslo así, que se compone del sorteo de lotería, las cabalgatas de los Magos, el importado Papá Noel, que pasó de verde a rojo creo que por cuestiones comerciales, y, desde luego el lucerío callejero, que podría ser prescindible, pero que casi es la única luz que brilla en nuestras vidas en un momento de tanta oscuridad.

Y, al tiempo, ahí está la tozuda realidad y el oleaje de las cifras de la epidemia, que nos desaconsejan ponernos muy navideños, de tal manera que se han ido cerrando ciudades y comunidades, se ha limitado el número de encuentros (aunque ahí las cifras varían), y se ha generado el surrealista debate semántico de los allegados. Hay ciertas paradojas en esto de la movilidad, pero, en general el consejo es claro, salvo para quien no quiera escucharlo: lo mejor es moverse lo menos posible y estar con la menor cantidad de gente posible. Y que esa gente sea la habitual, preferiblemente aquella con la que convives. No me parece que sea una recomendación, o una norma, tan difícil de entender.

Claro que, por otro lado, es comprensible el hastío general, la acumulación de desánimo. No me refiero sólo al bajón psicológico (somos seres sociales, necesitamos la conversación, el contacto), sino a hechos absolutamente cuantificables, muy realistas, nada interpretables, que a menudo parece que pasan desapercibidos. Quiero decir que, además de los muchos meses de mascarilla y distancia social, a pesar de la granizada de informaciones negativas con que nos bombardean, a pesar de las normas de todo tipo, cambiantes tantas veces, lo cierto es que aún hay cosas peores, como el grave perjuicio de la economía, sobre todo de la pequeña economía, la de las familias, la de los comercios de barrio, la de la hostelería, y ello en un país con unos índices de desempleo absolutamente inadmisibles.

Y están los muertos, muchos, muchos muertos. Se está perdiendo una generación (o varias) que hizo mucho por este país, se han marchado personas casi sin decir adiós, en el amargo silencio de la derrota, porque no podían estar a su lado por la pandemia. Esta época tiene sus tintes superficiales y pueriles, lo sabemos muy bien, pero aquí estamos asistiendo a una tragedia. No tiene otro nombre. Por eso la Navidad es secundaria, ante el tamaño de la frustración y ante la herida que nos dejan las pérdidas.

Tengo la sensación de que ese lado amargo es mucho menos visible de lo que debiera. Me pregunto si, en medio de todo el oleaje político que vivimos (creo que hay un exceso de política en el ambiente) queda sitio para preguntarse por las vidas concretas de la gente. Demasiados datos, demasiadas instrucciones, demasiada verborrea: eso es lo que caracteriza el tiempo que vivimos.

A veces me pregunto si se trata de calmar ese ‘horror vacui’ propio de las épocas de crisis. Una manera de protegerse del miedo. No de otro modo puede explicarse este exceso de palabras, este muro verbal impenetrable, que nos acorrala y nos silencia. Por no hablar de la continua dramatización de la confrontación política, que parece uno de los entretenimientos en marcha. Un decorado que tiene que ver con la aceleración, con el vértigo, con la necesidad de que todo esté en nuestras pantallas, ese continuum mediático que nos mantiene tan ocupados y tan atentos. Los mensajes nos rodean, nos controlan, la política emocional se abre camino, como la publicidad.

Es comprensible que nadie quiera perder la Navidad, o casi nadie, y mucho más comprensible es que nadie quiera perder la salud. El hartazgo se ha ido acumulando, porque no se refiere sólo a la pandemia, al confinamiento, a la distancia social, sino a otros muchos destrozos en nuestras vidas. Y mientras la gente lucha con escasos medios, o con su economía bajo mínimos, arrecian las confrontaciones políticas, o los liderazgos intimidatorios (al menos, Trump ya no estará en el año que entra), a una noticia mala le suele suceder otra peor, se especula con un futuro peor en el empleo y en las pensiones, se anuncian varios años de vacas flacas, aumenta la incertidumbre y el miedo al mañana. La verdad, es comprensible que el ciudadano encuentre insoportable todo lo que se le viene encima.

La historia, sin embargo, está llena de graves asuntos, de momentos que parecían imposibles de superar. La fuerza de la gente es enorme, su energía inconmensurable. Y ello a pesar de estar sometida a presiones de todo tipo. Si no confiamos en nosotros mismos, en quién vamos a confiar.
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