03/09/2020
 Actualizado a 03/09/2020
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Un viajero, cuando viaja, sólo tiene que observar a la gente para saber cómo es el lugar a donde llega. La gente está moldeada por todos los elementos físicos que tiene que soportar a su alrededor. Por ejemplo: un leonés tiene que ser duro como el pedernal, porque sólo así podrá aguantar que el termómetro pase de 2,5 grados a 14 en dos horas y media. Desde que nace, un leonés lleva impreso en su genoma este y otros hechos climáticos tan desalentadores que harán de su vida en la tierra una travesía por un valle de lágrimas. O por un valle de la muerte...; por eso, las chicas de León, a los catorce años, normalmente están sin desarrollar, como si les diera miedo acelerar los cambios hormonales para parecerse, por ejemplo, a las venezolanas o a las colombianas, que a esa edad lucen esplendorosas todos sus atributos, confundiéndose con una mujer hecha y derecha...; para luego marchitarse a los treinta, edad en la que una paisana nuestra está como un pimpollo, en sazón y lista para engañar a todos los hombres y a la muerte, llegado el caso.

Tengo muchas ganas de conocer Rusia. Junto con Nueva Zelanda, son los dos lugares del mundo dónde me gustaría perderme tres o cuatro meses. Una vez tuve la oportunidad de ir, pero la compañía con la iba a viajar era lo suficientemente tóxica para todos me advirtieran que no lo hiciese. Me arrepentiré toda la vida de no haber ido. Los rusos me caen muy bien, desde siempre. Cuando has leído a Chejov, a Tolstoi, a Gorki, a Maiakovski, tienes, por cojones, que querer a ese pueblo. Dejando a un lado el régimen político que tocaba en cada momento de su historia, siempre quedará, imperecedera e inmortal, el ‘alma rusa’, que viene a ser la fuerza que les hace levantarse cada vez que son atacados, humillados, manipulados y despreciados por el resto de los pueblos. Los rusos llevan mal ese tema tan peligroso que es la globalización; no la entienden. La tan mentada globalización, viene a ser una fuerza capitalista que quiere conseguir que todos pensemos igual, que todos veamos las mismas series y películas, que todos perdamos el norte por lograr llevar el mismo nivel de vida, la misma forma de vida, que tratan de imponer los que mandan, que, ¡casualidades de la vida!, son todos occidentales. Bajo mi punto de vista, es la forma más moderna de imperialismo, de colonialismo. Y resulta que a los rusos no entran en este juego, por lo que son odiados, como toda la vida de Dios. Se tiene miedo y odio a los distintos, porque no son como tú. Por eso entiendo que en todas las televisiones, (incluía la pública, sobre todo en la pública), en todos los periódicos, se dude de ellos, demonizándolos. ¿Qué anuncian que ya poseen la vacuna contra el coronavirus?, pues no se les cree, como si fueran incapaces de lograrlo, cuando en el resto de mundo, se están haciendo las mismas pruebas que hacen los rusos y nadie duda de su validez e idoneidad. ¿Es que los científicos rusos son unos mermados que consiguieron sus títulos en una rifa?, ¿es que han falsificado sus currículum o sus trabajos de doctorado, como tantos y tantos en nuestro país o en el resto de Europa? Y se pone en duda, siempre, los resultados de sus elecciones, como si fuesen producto de un pucherazo, cuando aquí, o en Italia, en Francia o en los Estados Unidos, intervienen en el resultado fuerzas tan indecentes, (económicas, por supuesto), que condicionan los resultados la mayoría de las veces. Quiero decir que nosotros no estamos para dar lecciones de moral y de honradez a nadie. Pero, así y todo, lo hacemos.

Admiro a los rusos porque han logrado domar al clima, le han convertido en su aliado, en su amigo. Un pueblo que en invierno vive a treinta grados bajo cero, es un buen pueblo. Hacen, con ese compañero de viaje, una vida normal: van al trabajo, hacen deporte, van a conciertos, quedan con los amigos..., igual que cualquier mediterráneo o cualquier caribeño, y, no tengo porqué dudarlo, son igual de felices..., o de infelices que nosotros.

Me encantaría ver Siberia con dos metros de nieve a mi alrededor, pasear por Moscú o San Petersburgo y subir al monte Elbrús, en el Cáucaso. Me encantaría emborracharme con un ruso, bebiendo vodka. Creo, sinceramente, que no diferiría mucho de las juergas en el bar de mi pueblo, en pleno repunte del virus de los huevos, dónde, entre diez personas, (o doce, todo lo más, y siempre cumpliendo la mierda de las normas de la distancia social), caen doscientas setenta botellas de Mahou, un jamón, dos quesos y varias latas de bocartes en diez horas inolvidables e irrepetibles. Es lo que da el clima, el agua, el viento, la helada, el tórrido sol del verano... Es lo que hace que seamos como somos, anárquicos, irreverentes. Unos fuera de la ley, vamos. De su ley...

Salud y anarquía.
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