17/06/2017
 Actualizado a 17/09/2019
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Cíclicamente, la ciudad se harta de su propia intensidad y frenesí, tan insatisfactorios, y vuelve la vista al campo, a lo rural. Pero casi siempre lo hace con una actitud entre condescendiente y melancólica que de poco sirve a quienes allí viven. O la cabaña de Thoreau o una posada de turismo rural; un apartamiento idealizado e individual o una naturaleza dominguera prêt-à-porter sometida a patrones urbanos. Así ha sucedido constantemente, ya fueran los terratenientes del Imperio romano, que exportaban al agro los modelos urbanos en sus villas de recreo, o en las postrimerías del Renacimiento, cuando se acuñó la imagen arquitectónica occidental de ese ‘retiro’, un palladianismo que emparenta Luisiana con la Sierra de Madrid. El campo era Versalles o un hayedo japonés, pero debía ser el jardín de la ciudad.

Esta semana el Ministerio de Educación (y de Cultura y Deporte) ha celebrado en la Fundación Antonino y Cinia de Cerezales del Condado un Encuentro sobre cultura y mundo rural. También allí se ha reproducido algo de esa actitud bienintencionadamente condescendiente: se pretende amparar lo rural, a menudo sin haberle invitado a que nos cuente cómo, cuándo y por qué ha de ser salvado, si es que ha de serlo. La alabanza de aldea se hace desde la corte.

Los últimos rincones de España en disponer de electricidad fueron pueblos de la Raya junto a las presas que abastecían al país entero. Hoy, casi dos tercios del territorio carecen de red informática u opciones energéticas, aunque antenas, molinos y demás instalaciones los crucen sin miramientos. ¿Cuánto del uno por ciento cultural de autovías y líneas férreas se invirtió en la cultura campesina? ¿Existe aún, más allá del folclore y el tipismo? Lo rural preserva aún atributos propios: un distinto sentido del tiempo, del trabajo, de la comunidad, de la propiedad… Conforma una alternativa vital arrinconada histórica y socialmente. No sé si la ciudad se acerca para conocerla o para admirar su apacible ocaso.
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