Relatos: María, a la pálida luz de la luna

La propuesta de Elena Beatriz Viterbo para el libro 'Y nos dieron las doce. Antología de relatos navideños', el proyecto cultural 'Contamos la Navidad'

Elena Beatriz Viterbo
12/01/2021
 Actualizado a 12/01/2021
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No me diga que se ha quedado encerrado dentro del ascensor. – Sí le digo. – ¿Y hace mucho de eso? – Unas cuatro horas. Aunque parece que llevo aquí casi una vida –dijo el hombre encerrado.

– ¡Cuatro horas! –exclamó el hombre del saco, dejando descansar el pesado lastre en el suelo–. Parece un cuento de Poe. Oiga, no crea que me divierte su situación, no señor, es que me ha venido a la cabeza cierto relato.

– No se preocupe, lo conozco.

– Le recomiendo que mantenga la calma y dosifique el aire, este cacharro parece muy reducido.

– ¡No crea! Fíjese que albergaba cierto temor de que no cupiese este árbol de Navidad que he comprado y sepa que estamos aquí los dos, tan ricamente. Aunque debo confesarle  que durante los primeros minutos perdí un poco los estribos; incluso blasfemé y todo. Luego entendí que lo mejor era guardar la calma –confesó el hombre encerrado, con cierta vergüenza.

– Muy bien –el hombre del saco compuso un gesto de total admiración–. Sí señor, parece usted un tipo templado.

– ¿Templado? ¡Si me hubiese visto antes cambiaría de opinión, se lo aseguro! Pulsé repetidas veces el timbre de alarma, pero no funciona bien. Observe.

Del interior del cubículo nació un chillido muerto, afónico, que iba de más a menos.

El hombre del saco chasqueó la lengua y permaneció en silencio durante un momento, luego tomó asiento en el suelo, apoyando la espalda contra la puerta del ascensor.

– Usted no es de aquí –dijo el hombre encerrado.

– No, no lo soy –confirmó el del saco.

Espalda contra espalda, y en medio una puerta obstinada.

– Diga usted algo.

– Pensaba en mis cosas –dijo el hombre del saco–.

¿Sabe amigo? Este percance suyo me parece uno de los sucesos más emocionantes que le pueden ocurrir a alguien. Si sale de esta podrá contárselo a sus nietos. ¿Me creería si le confieso que le envidio profundamente? Si yo estuviese ahí, sin posibilidad de salir en las próximas horas, tal vez días, sediento, nervioso, asustado… ¡Ah! Qué cúmulo de sensaciones. Verá, es que a mí me gusta mucho escribir. Nada del otro mundo. No vaya a creer.

– ¿Y ha conseguido publicar algo? –el hombre encerrado se abrazó las rodillas. Volvía la ansiedad.

– ¡No, por Dios! No soy bueno. Eso uno lo nota. ¿Sabe? Pero tal vez algún día me suceda algo como esto suyo y entonces puede que escriba de verdad, desde las tripas, que son el epicentro sangrante de todas las tragedias. Hay quien dice que las buenas historias salen de la cabeza, pero es mentira. Se lo digo yo.

– No sé qué decirle a eso. A mi esposa sí le apasiona leer. Tal vez a ella le gustase lo que escribe.

– En fin, no sé por qué le cuento esto, pero ahora que le he confesado uno de mis secretos más íntimos, dígame, ¿a qué se dedica? Si no es mucho preguntar… –el hombre del saco extrajo un cigarrillo y un encendedor–. Vaya, le ofrecería un pitillo si pudiera.

– No sufra, yo tengo, gracias –contestó el otro–. A qué me dedico, pregunta, pues verá: trabajo para la administración de justicia. No es tan interesante como su afición, pero es vitalicio. Aunque ya sabe que los funcionarios no cobramos mucho. Mi esposa es profesora de historia. ¿Y sabe? Tenemos dos renacuajos: niño y niña. Son muy guapos, y no es porque yo lo diga.

El hombre del saco asintió, sonriendo benévolo. Sí, recordaba haber visto una foto de ellos, por algún lado. De pronto sintió la urgente necesidad de respirar aire puro y se dirigió a la ventana, que continuaba abierta. Allí, apoyado, observó, casi sin aliento, la formidable luna llena. Contemplarla siempre le provocaba un dolor extraño en el pecho, pero nunca dejaba de acudir a su llamada. Por esa misma ventana se podía contemplar también el patio comunitario; el hombre del saco bajó la mirada y observó con tristeza los árboles desnudos, mutilados, iluminados sus miembros cercenados por la amarillenta luz de las farolas. Antes de separarse de la ventana volvió a contemplar a su amada y la vio pálida, pero bella, distante, engalanada con los primeros copos de nieve que ella lucía como perlas o como plumas. Cerró los ojos, respiró con todas sus fuerzas y volvió de nuevo a tomar asiento junto al hombre encerrado y para hacerle notar su vuelta le dijo así:

—Ese árbol que ha comprado hará muy dichosa a su familia.

– Sí. A mis hijos les encantará. Se volverán locos de alegría cuando vuelvan de viaje y lo encuentren en medio del salón.

– Tiene usted un salón muy acogedor –dijo el hombre del saco–, ese abeto lucirá fabuloso al lado de la chimenea.

El hombre encerrado asintió en silencio. El del saco tosió, como tose la gente cuando no sabe qué decir y recogió sus enseres.

– Bueno, amigo, me ha encantado charlar con usted, pero es hora de irse. Me apena dejarle solo en estas fechas y con este panorama tan desolador. Si pudiese ayudarle de algún modo estaría encantado.

Mientras se despedía, no sin cierta emoción, el hombre del saco se ajustó el pasamontañas y comprobó el buen estado de las cuerdas, los arneses y demás elementos necesarios para realizar una buena bajada, sin contratiempos de ningún tipo.

– Supongo que sería muy grosero por mi parte si le rogase que volviese a entrar en mi casa y llamase por teléfono a mi esposa. Está pasando unos días en el campo, con sus padres y a estas alturas debe estar bastante preocupada, le dije que una vez adquirido el abeto llamaría para saludar a los pequeños y han pasado demasiadas horas.

– Hombre, amigo, no voy a negarle que para mí sería ciertamente muy incómodo, póngase en mi lugar –dijo el hombre del saco, notando cómo el rubor le encendía el rostro.

– Tiene razón, lo siento. Márchese entonces, pero si encuentra a alguien, tal vez un vecino, podría rogarle que suba a hacerme compañía. El tiempo transcurre muy lento aquí dentro y, sinceramente, creo que vuelvo a sentirme mal. Ya sabe, nervioso, alterado.

– Por supuesto, pero podría asegurarle que hoy ya no vendrá nadie por aquí –el hombre del saco compuso un gesto triste y dio unos suaves golpecitos en la puerta del ascensor. Era esta la caricia más cálida y amistosa que podía ofrecer–. Feliz Navidad, amigo.

El hombre encerrado escuchó el sonido de unos pasos alejándose y se sintió muy solo, pero de pronto esos mismos pasos se acercaron de nuevo y el hombre atrapado escuchó una respiración algo agitada.

– Oiga, acabo de recordar que en la casa de su vecina vi un aparato de radio estupendo y he pensado que, en estos momentos de soledad, quizá le gustase escuchar un poco de buena música.

El hombre del saco conectó el aparato a una toma de corriente cercana al ascensor y giró la rueda buscadora de las sintonías; la ruedecilla gruñó y diferentes voces se solaparon unas a otras. Villancicos interpretados por candorosas voces infantiles, noticias de última hora, el programa de los deportes y el del tiempo; pero el hombre del saco deseaba escuchar algo en concreto que no hallaba, y la ruedecilla gruñía como lo hacen los gatos cuando riñen.

Estaba desolado y a punto de desistir, cuando una voz celestial se levantó del suelo de la misma manera en que lo hacen los tornados, arrasando, conquistando cada hueco del silencio y del alma, vapuleando los huesos, robando el aliento. El hombre del saco apartó despacio las manos de la radio, no fuera a ser que los gatos volviesen a reñir, y, extasiado, concluyó que todos los ángeles del mundo se habían dado cita allí, aquella noche de luna pálida, en ese solitario rellano de una escalera cualquiera.

– ¿Le… Le gusta a usted María Callas? –preguntó el hombre del saco.

Como el hombre encerrado no dijo nada, el hombre del saco le preguntó si estaba llorando. El hombreencerrado le dijo que sí, pero que le sucedía siempre que escuchaba a la Callas. Que su voz imperfecta le producía un vértigo espantoso en el estómago y que a veces no soportaba tanta belleza. El hombre del saco, emocionado, le dijo que a él le sucedía lo mismo.

La luz de la escalera se apagó de nuevo, pero esta vez el hombre del saco decidió que no hacía ninguna falta encenderla. En la oscuridad apoyó una mano en la puerta del ascensor, dio un golpe suave, y se alejó, silencioso, que nunca ha sido conveniente enfurecer a un tornado con nombre de mujer, y menos si canta de esa manera.

Antes de descender por la ventana volvió a mirar la luna y allí estaba, ajena, indiferente, magnífica.

Había dejado de nevar.

Relato incluido en el libro ‘Y nos dieron las doce. Antología de relatos navideños’ del proyecto cultural ‘Contamos La Navidad’.
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