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Reír, por no llorar

10/02/2020
 Actualizado a 10/02/2020
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La muerte de José Luis Cuerda, tan cercano a estos lares (su casa en O Carballiño, sus viñedos galaicos, su gran pasión por el noreste siendo tan de Albacete) me ha dejado tocado, triste, desde luego, y especialmente vacío. He hablado de esto en otros lugares estos días, y son cientos las columnas que otros muchos colegas han escrito, así que hoy no dedicaré esta generosa página al gran cineasta, aunque no será por falta de ganas. De todas formas, algo diré, que me conozco.

Más allá de que ‘Amanece que no es poco’, esa genialidad, debería ser de visión poco menos que obligada (y también algunas otras de sus gloriosas cintas, pero, sobre todo, esa), la verdad es que la tempana y muy injusta desaparición de Cuerda me conduce sobre todo a una gran preocupación. Por lo que tiene de pérdida de un hombre lúcido. No estamos sobrados de personas así, o al menos no de personas que estén dispuestos a dar la batalla por la defensa de la inteligencia. Me apena la muerte de alguien que entendía tan bien la vida, que sabía exprimir el humor surrealista y absurdo de la existencia, alguien que, sin duda, nos hacía mucha falta. Por tanto, querido Cuerda, perdona que te lo diga, pero no hay derecho a morirse y dejarnos así.

La realidad tiende últimamente a lo insufrible. Y, sin humor, sin comedia, no hay Dios que la aguante, con perdón. Son tantos los momentos ridículos, estúpidos, que tenemos que contemplar casi a diario, es tan imponente el alud de palabras necias, que uno no se explica muy bien qué nos está devorando las neuronas. Hay un lodazal de confusión y simpleza rodeándonos, y en él nos vamos hundiendo, poco a poco, como el perro de Goya. Por todas partes me llegan señales de este pensamiento contemporáneo convertido en aguachirle, de esta forma infantiloide de ver el mundo que de pronto nos arrastra, incomprensiblemente, destruyendo cualquier intento de poner razón, calma, pensamiento profundo a las cosas. Nos han inoculado el virus (¡otro!) del maniqueísmo injusto y simplón, no se sabe si fruto de la ignorancia o de esa tendencia al nuevo autoritarismo, que se impone a lomos del lenguaje manipulador, falsario, y a menudo gramaticalmente penoso.

Así que necesitábamos a gente como Cuerda, naturalmente. Gente dispuesta a defender el ingenio y la risa. Todo lo que no sea reírnos, partirnos la caja con tanta estúpida solemnidad, ironizar con la realidad que otros dibujan con esa pureza en la que sólo pueden creer los incautos, supone caer en el lado amargo que algunos se esfuerzan cada día en trabajar con ahínco.

Yo, desde luego, soy de la cuerda de Cuerda. Me gusta la filosofía libérrima y algo desvergonzada que destila ‘Amanece que no es poco’, porque está preñada de inteligencia y frescura, muy lejos de la mirada rancia, controladora, coercitiva y punitiva que hoy se abre camino a todas horas ante, al parecer, la parálisis colectiva. Sin duda, estamos retrocediendo en algunos asuntos relacionados con la libertad, o nos están haciendo retroceder, lo cual me parece extraordinariamente grave. Hoy la risa es sospechosa, como la creación y el arte, como casi todo. Hemos vuelto a esos tiempos pacatos en los que se extremaba el cuidado con las palabras, pastoreadas por los gurús mediáticos, lo que equivale a censura o a cogérsela con papel de fumar.

Esa manera diferente de ver el mundo nos apartaba de los patrones al uso. Nos apartaba, o mejor nos libraba, de tener que tragarnos las ideas oficiales de las cosas, las modas mediáticas, las verdades imperiosas que otros deciden por nosotros. Cuerda te ayudaba a sacudirte tanta idea oficial, tanta idea precocinada, y, de paso, te recordaba que la mayoría de las engoladas y envaradas afirmaciones sobre el mundo daban para reírse un buen rato. Él sabía bien que la risa nos salvaba. Si no de la muerte, sí del resentimiento.

El mundo secuestrado por el ruido de las ingenierías mediáticas y la constante teatralización bien merece un poco de ruptura, de carcajada. Cuerda sólo recogía la tradición clásica, aliñada con ese teatro del absurdo que tan buenos rendimientos dio la literatura española, y europea, y que hoy tiene más sentido que nunca. Una forma elegante y divertida de liberarse de las cadenas de los dogmas. Este tiempo cada vez más dogmático nos obliga a coincidir con modelos, sin mayores matices, a identificarnos con patrones. Conviene ir más allá de lo superficial. Conviene reírse. La política se ha teatralizado también, dramáticamente. Asistimos a puestas en escena rigurosamente concebidas, contemplamos el decorado que mandan pintar los gurús para convencimiento del personal. La tensión global obliga a seguir ciertos parámetros. La teatralización implica seguir argumentos, o argumentarios, no salirse jamás del guión establecido. Y de pronto, algunos sectores de la sociedad empiezan a descubrir que el empacho de tanta tramoya política deja fuera de foco a los desfavorecidos, como acaba de señalar, por cierto, el relator de la ONU sobre la pobreza.

La puesta en marcha de la Mesa por el futuro de León, o como quiera que se llame, no debería caer en esa tentación tan contemporánea de la teatralización de la política. El interés mostrado por el gobierno debe ser celebrado, si finalmente se sustancia, y, por supuesto, creo que pocas veces como ahora la sociedad leonesa se ha unido (aunque tiene que unirse mucho más) en la defensa de una provincia en grave peligro. En extremo peligro. Esa conciencia parece algo mayor ahora, sí, hay un cierto despertar, al menos, que sin embargo no garantiza el éxito. Porque se necesita una mejora estructural, no algo meramente puntual.

Más allá de la defensa de las áreas que van a sufrir el impacto de los cambios de modelo industrial, que es, por supuesto, una defensa necesaria, esta provincia se enfrenta a múltiples retos, creo que bien identificados. La Mesa tendrá que atender muchos asuntos, no limitarse a unas cuantas promesas. Es mucho, muchísimo más que eso. Estamos hablando de una deuda histórica, de infraestructuras pendientes, de la imprescindible digitalización del mundo rural (esto ha de ser innegociable), de la puesta en marcha de acciones que promocionen de verdad el turismo, como el Camino de Santiago (ya va siendo hora), de la defensa del producto local de calidad y su acceso al mercado. Y ahí están las protestas de los agricultores, ya en toda Europa, que están identificando con claridad las verdaderas debilidades del sistema. Esperemos no tener que recurrir al humor del absurdo, como tantas veces en nuestra historia y reírnos de todo, en memoria del gran Cuerda. Por no llorar.
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